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Viajar

Escenas de un viaje por los países bálticos

Cada sábado, en la plaza del ayuntamiento de Tallin (Estonia), hay una feria para locales y viajeros.

Cada sábado, en la plaza del ayuntamiento de Tallin (Estonia), hay una feria para locales y viajeros.

Foto:iStock Photo

Dos veinteañeros se adentran en el otro lado de Estonia, Letonia y Lituania.

GDA El Mercurio
Habían aterrizado en Lituania un par de horas antes y en el mismo aeropuerto de Kaunas arrendaron un auto para partir a Siauliai, su primer destino en lo que sería un recorrido inesperado por los países bálticos.
Las indicaciones de su anfitrión los llevaron hasta un sector de la ciudad en donde todos los edificios eran iguales: bloques de cemento que ocupaban cuadras enteras. Matías y Sebastián habían arrendado una habitación en uno de estos, pero no lograban saber cuál. Un poco inquietos, contactaron al anfitrión, quien les dijo que alguien saldría a esperarlos. Cuando lo encontraron, la situación se volvió incluso más rara. El edificio tenía un aspecto tétrico. Pero lo más extraño era que este acompañante no dijo una palabra.
Junio 2018. Matías Jaar (22), alumno de Ingeniería Civil, terminaba su intercambio en Dinamarca, pero quería seguir viajando. Sebastián Carpentier (22), estudiante de Economía, recorría Europa en un viaje familiar. Ambos eran amigos hace tiempo y buscaban para esta travesía algo más original. Y así eligieron los países bálticos.
En realidad, esa denominación agrupa en sentido estricto a todos los países que tienen costa en el mar Báltico: Estonia, Letonia, Lituania, Finlandia y Polonia. Pero el uso cada vez más extendido es que el “destino” países bálticos se refiere a los tres primeros, naciones con historias marcadas por invasiones constantes, sobre todo durante el siglo XX, en las guerras mundiales, y por el dominio de la ex Unión Soviética, de la cual todavía quedan rastros.
El lugar en donde Matías y Sebastián se alojaron en Siauliai era una jrushchovka, un edificio prefabricado para solucionar la crisis habitacional que la ex- URSS experimentó tras la Segunda Guerra Mundial. Empezaron a construirse en el gobierno de Nikita Jrushchov (de ahí el nombre) como habitaciones funcionales, sin consideración de la estética. Por eso, el departamento al que llegaron tenía lo justo.
En el recibidor había un espacio para lavar platos, un par de cajones con un minirrefrigerador. Separada por una cortina decorada con mostacillas estaba la pieza en donde había dos camas. El guía les mostró los baños, la cocina y el comedor comunitarios. Pagaron lo acordado. Nunca escucharon su voz.
Matías y Sebastián iniciaron este recorrido por Siauliai en busca de la colina de las Cruces. Ubicada a 12 kilómetros de la ciudad, en este cerrito se dice que hay enterradas más de 100 mil cruces de diferentes tamaños, formas, colores y materiales. Los registros de esta se remontan al siglo XIX, pero durante el régimen soviético, el lugar se había transformado en un símbolo de protesta. La escena se volvió reiterativa: en numerosas ocasiones, los comunistas intentaron demolerla, y, la misma cantidad de veces, los habitantes del lugar se escabullían para volver a colocar cruces, arriesgándose a castigos severos. Nadie sabe realmente el número exacto de cruces que hay, pero sí que el sitio es visitado por los viajeros que llegan al país. Como una curiosa primera escala antes de seguir, igual que Matías y Sebastián, al nuevo destino: Vilna.
“Todos tienen derecho a ser felices”. “Todos tienen derecho a morir, pero no es su obligación”. “Todos tienen derecho a celebrar o no celebrar su cumpleaños” son algunos puntos de la “constitución” de Uzupis, la primera parada en el circuito que realizaron el primer día que estuvieron en la capital lituana.
Este barrio en Vilna era catalogado como peligroso durante la época en que el país aún era parte de la Unión Soviética. Entonces había edificios abandonados o deteriorados, que servían de refugio para los sin hogar. Los vecinos de otros sectores ni siquiera circulaban por la zona.
Sin embargo, la situación de Uzupis comenzó a cambiar casi al mismo tiempo que se produjo la caída de la URSS. La barriada empezó a mostrar la otra cara. Esa misma marginalidad y pobreza había servido también como refugio para otros discriminados por el régimen soviético: el mundo artístico de Vilna. Y una vez que Lituania obtuvo su independencia en 1990, se empezó a desarrollar la recuperación y mejora del barrio. Una iniciativa impulsada especialmente por la comunidad de artistas instalada ahí.
Por eso, siete años después, Uzupis se declaraba una “nación independiente” de Lituania. Y, como tal, proclamó a su propio presidente, instaló su propio ejército –con un contingente de 12 personas– y elaboró una constitución de 40 puntos.
Este nuevo “país”, uno de los hitos imperdibles en Vilna, respondía a la experiencia de haber vivido bajo el dominio soviético, dicen Matías y Sebastián.
En el Old Town, las calles son adoquinadas y los edificios, pintados de colores, crean una escena digna de postales. Y lo que se hace aquí es caminar sin un rumbo definido, un panorama que puede ocupar el día completo.
Es una característica de Vilna: a los puntos de interés de la ciudad se puede llegar a pie. Una ciudad como esta, cuyas primeras menciones se remontan hacia el año 1323, que tiene uno de los barrios medievales mejor mantenidos del continente y que se convirtió en patrimonio de la humanidad de la Unesco en 1994, es un privilegio que se puede vivir y recorrer tranquilo.
Así se puede ir al castillo de Trakkai, que está en las afueras de Vilna, en una isla del lago Galvé. Este castillo data del siglo XIV, pero experimentó renovaciones en la década de los 80 para mantener con fidelidad su atmósfera medieval. Un puente largo une tierra firme con la isla en donde se ubica el castillo. Sus murallas de ladrillos son altas y de un color rojizo que lo hacen resaltar contra el resto del paisaje.
Una de las atracciones de Trakkai es el museo dentro del castillo, al que se puede entrar pagando una entrada, pero Matías y Sebastián prefirieron arrendar un bote a pedales para recorrer el lago que rodea el castillo.
Riga, la capital de Letonia, es la ciudad más grande de los tres países bálticos. Y su centro histórico también es considerado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Un patrimonio que aquí han sabido aprovechar porque la mayor parte de los viajeros viene justamente para ver la arquitectura.
A veinte minutos del centro está el barrio Art Nouveau, donde la calle Alberta iela es una de las más representativas del estilo, con edificios construidos entre 1901 y 1908.
Una caminata sin prisas por ahí es tan inspiradora como un recorrido entre los puestos del mercado central, que ocupa cinco viejos hangares que en alguna época fueron utilizados para guardar zepelines, esos enormes dirigibles que sirvieron como arma de guerra. Aquí, dicen Sebastián y Matías, se puede hallar el mejor despliegue de productos típicos del país, mezclados con muebles, ropa y suvenires. Pero es sobre todo un buen sitio para comer a un precio razonable y así juntar energías para ir más tarde al Parque Nacional Gauja.
Los paisajes de esta zona protegida son atractivos en cualquier época. Ubicado en la parte más fotogénica del valle de Gauja, aquí los bosques parecieran extenderse sin final. Para ver dónde terminan se puede seguir cualquiera de los senderos que hay en su interior, algunos de los cuales se topan con múltiples sitios con restos arqueológicos, cavernas y monumentos históricos que salpican el parque.
Matías estaba perdido en Tallin. Había salido a trotar. Después de ver un mapa de la
zona, decidió dar la vuelta al lago Ülemiste. Él solía correr para familiarizarse con las ciudades por las que viajaba. Ahora lo intentaba en la capital de Estonia. Sin embargo, el tiempo pasaba y no conseguía bordear el lago. De pronto, su celular se apagó. Aunque el clima empeoró y empezó a llover, Matías siguió trotando para mantener su ritmo y evitar otro problema, aparte del extravío: las consecuencias de los cambios de temperatura en los músculos.
Se demoró cinco horas en volver al hostal.
Tallin es hoy la ciudad más visitada por los viajeros entre las capitales de los países bálticos, y, al igual que les sucede a sus vecinos, la atmósfera medieval parece la locación de una película histórica.
A lo largo de los siglos, Estonia, y en especial esta ciudad, ha recibido las influencias de Alemania, Suecia y Dinamarca gracias a su ubicación en la costa del mar Báltico. Aun así, esta ciudad no se ve invadida de turistas como otras, dice Matías.
El casco viejo de la ciudad recibió la calificación de patrimonio de la humanidad de la Unesco en 1997, y se entiende al verla. Antiguamente, el sector antiguo estaba dividido: la parte alta, donde vivían los aristócratas, y el sector bajo, donde habitaban los pobladores estonios propiamente tales.
En un recorrido por estas calles también adoquinadas se hacen notar la arquitectura medieval, las casas de colores vibrantes, numerosas catedrales, tiendas de artesanía y cafés. Esas postales del pasado se combinan bien con el desarrollo de la industria tecnológica en el país. De hecho, Skype y Hotmail fueron desarrollados por programadores estonios, país que a sí mismo se considera una “sociedad digital” en donde el acceso a internet se ha declarado un derecho y que ha digitalizado numerosos servicios públicos. Y así, gracias a una tarjeta de identificación electrónica que incluye firma digital, los ciudadanos estonios pueden votar, pagar el transporte público con el celular y recibir órdenes médicas a distancia.
El viaje estaba llegando a la última etapa. Al menos la parte que tenía que ver con los
tres países bálticos. La ruta seguiría de Estonia a Bielorrusia en bus para pasar un par de días en Minsk, continuar luego a Ucrania y terminar en Moldavia.
Ese era el plan. Pero faltaba algo. Al salir de Lituania, conversando de cualquier cosa, de pronto el chofer le preguntó a Matías si estaba seguro de que podría entrar a Bielorrusia. Él había ‘googleado’ el pasaporte chileno y le aparecía que no necesitaba una visa para eso. Pero, a las 4:30 de la mañana, el bus se detuvo en la frontera donde cayó la noticia: solo se podía entrar al país llegando en avión. Así que quedó en la carretera desierta entre Lituania y Bielorrusia, con hectáreas de bosque rodeándolo.
Entonces apareció un auto. “¿Vilna?” El hombre que manejaba asintió. Era un pescador que se dirigía a Kaliningrado, pasando por la capital lituana. Se fueron conversando en un español improvisado. La visita a Bielorrusia quedaría para otra ocasión.
ANASTASIA VÉLEZ
EL MERCURIO (CHILE)
GDA El Mercurio
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