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Confieso que he sobrevivido: los animales, la muerte y yo

En el Parque Nacional Natural Sierra Nevada del Cocuy, en límites de los departamentos de Boyacá, Arauca y Casanare.

En el Parque Nacional Natural Sierra Nevada del Cocuy, en límites de los departamentos de Boyacá, Arauca y Casanare.

Foto:Cortesía Andrés Hurtado García

Andrés Hurtado nos cuenta anécdotas de sus encuentros con la muerte durante sus muchas expediciones.

En la vida de los hombres, todo lo maravilloso (y lo otro también) arranca desde muy lejos, desde su niñez. No fui la excepción. Mi madre, que quizás no sabía la fórmula del ácido sulfúrico pero que era sabia, adivinó en su niño la vocación por los grandes espacios abiertos y la armonía del universo. 
A mis cinco años, cuando me veía embelesado mirando el arcoíris me decía que se traga a las personas en su contacto con la tierra, y cuando aparecía sobre los cafetales de mi natal Quindío yo corría a buscarlo, quería que me tragara. Regresaba desconsolado, y ella me decía que las cosas importantes de la vida siempre están más lejos. De allí nació el principio motor de mi vida, que recorre las páginas de mi libro ‘Cartas del camino’: “Los largos caminos exigen largas fidelidades, y a medida que se alargan los caminos las fidelidades se vuelven más hermosas”.
Agradezco a Teresa, así se llamaba ella, que no me habló de la burda leyenda paisa que dice que donde el arco iris toca la tierra hay un tesoro. No lo busqué, y por eso no estoy ahora presidiendo desde Nueva York una red de empresas millonarias establecidas en todo el mundo. Estoy amando desesperadamente la Tierra y sus recursos naturales y mi país.
A los tres años ya daba de comer a las arañas que tenía en una caja; un año más tarde organicé una tragedia familiar, pues me fui remontando el río Quindío por su orilla y tuvieron que ir a buscarme.
Desde entonces he remontado ríos en varios países, buscando su nacimiento. Todavía no sé cómo se opera el milagro del nacimiento de los ríos, pero sí veo todos los días cómo mueren. Luego del rezo vespertino del rosario, mi padre nos contaba historias de arrierías, de mulas desbocadas, de culebras, de tigres en los caminos, de tempestades, de noches bajo las estrellas, de muchachas bonitas en las fondas. Y así ella y él, que también se llamaba Andrés, encendieron mi imaginación por la vida en toda su intensidad, vida que me ha librado varias veces, hasta hoy, de la muerte.

Feliz por la nieve

A mis siete años subí por primera vez a la cumbre del nevado del Ruiz. Las personas mayores que iban conmigo trasbocaban, se desmayaban, y yo corría feliz por la nieve. Al bajar ellos se aliviaron, y yo comencé a sentir los síntomas del mal de montaña. Fue mi primer contacto con la montaña. Desde entonces he subido 39 veces a la cumbre del nevado del Ruiz, montaña que yo veía desde los cafetales de la finca de mi padre.
También a los siete años, jugando con arañas y escorpiones descubrí lo que desde entonces he explicado así: ningún animal venenoso (hablo de arácnidos, serpientes y ciempiés) pica el suelo sobre el que camina, a menos que se alimente de ese suelo. Por eso, las hormigas subidas en la mano muerden, pues ellas comen de su suelo. Esta afición por los animales ponzoñosos me ha llevado a muchos programas de televisión de todo el mundo, donde compartí escenarios con personas como Neil Armstrong, Johnny Weissmüller, Nicola di Bari, Alain Delon, Raffaella Carrà, Paco Camino, entre otros. A centenares de alumnos y amigos les he enseñado a jugar respetuosamente con los animales ponzoñosos, y no por eso somos, ni ellos ni yo, ‘superhumanos’ como se hizo proclamar un colombiano en televisión por hacer lo mismo con las arañas.

Desde entonces he remontado ríos en varios países, buscando su nacimiento. Todavía no sé cómo se opera el milagro del nacimiento de los ríos, pero sí veo todos los días cómo mueren

Mi vida ha sido una lucha a muerte en defensa de los recursos naturales, de la belleza y riqueza de nuestras montañas, páramos, bosques de cordillera, selvas, ríos, lagunas, desiertos, playas y mares, flora y fauna y en especial de los parques nacionales naturales, que son nuestra carta de presentación ante el mundo como campeones de la biodiversidad. Y digo lucha a muerte porque ya dos veces han atentado contra mí por esta vocación de conservación. Y qué curioso que los dos atentados de los que, como se ve, he salido vivo han ocurrido exactamente al día siguiente de la publicación de sendos artículos en EL TIEMPO en defensa de los recursos naturales. Entiendo que toqué el bolsillo de poderosos terratenientes y políticos. Limpiándome la sangre y quitándome las esquirlas me dije, parodiando al Quijote: ‘Andrés, Andrés, con los destructores de la Tierra hemos topado’.

Encuentros con la muerte

Se dice que lo único cierto de la vida es la muerte, y yo con ella he tenido varios encuentros. No, no soy amigo de ella, no se puede ser su amigo, aunque algunos extrañamente lo proclamen; tal vez la muerte solo sea amiga de los moribundos; nosotros, ella y yo, nos hemos mirado a la cara y hemos llegado a convertirnos en respetuosos conocidos. Fui profesor y asesor de la Escuela Nacional de Alta Montaña de Madrid, filial de la Federación Española de Montañismo. En febrero de 1977, filmando una película de la escalada invernal de Esteban Vicente al Naranjo de Bulnes, montaña emblemática del alpinismo español, rodé 200 metros dando tumbos por las rocas. Una caída así es “más mortal” que una caída libre. Me reventé un riñón y sufrí graves heridas. Pero esa vez la montaña no quiso.
Cinco años después, el 18 de junio de 1982, en pleno Mundial de fútbol de España, caí en una grieta de hielo a 5.000 metros de altura en el glaciar sur del Nevado del Ruiz, con la pierna derecha partida en tres partes y con fractura abierta. Mi compañero Mauricio Molano bajó a Manizales a buscar ayuda. Solo al tercer día pudieron bajarme de la montaña. Fue otro guiño que me hizo la señora muerte.
Tengo un gusto especial por dormir en los cráteres de los volcanes. Lo hice en el Ruiz, cuando se podía.
En el Puracé, el viento rompió una de las carpas y estuvimos tres días cuatro personas metidas en una carpa para dos sin poder comer, batallando contra el viento y la temperatura de 10 grados bajo cero. Pudimos salir heridos y vivos, luchando contra los elementos; el viento nos lanzaba contra las rocas. Mis compañeros fueron Wilfredo Garzón, John Bejarano y ‘Pocho’ Avellaneda. Esa misma tempestad que nos cobijó en la cordillera Central mató de frío a varios soldados en el cerro Patascoy. Una vez más, la muerte se tuteó con nosotros. Otra noche infernal de viento y frío glacial pasamos en el cráter del Galeras Henry Salazar y yo; el viento rompió la carpa y pudimos haber muerto congelados. Algo parecido nos ocurrió a Diego Mesa y a mí en el cráter del volcán Cumbal. Además del frío que nos acogotaba, los olores nauseabundos amenazaban con asfixiarnos.
En 9 de enero de 1989 nos estrellamos en un DC3 frente a la piedra del Cocuy, en la selva del Guainía.
Al avión primero se le apagó un motor, luego el otro y se vino a tierra; cayó al lado de la pista y dando tumbos se metió a la selva y derribó varios árboles corpulentos. Por lo visto, tampoco morí ni nadie murió en el pavoroso accidente.

No se puede ser su amigo, aunque algunos lo proclamen; tal vez la muerte solo sea amiga de los moribundos; nosotros, ella y yo, nos hemos mirado a la cara y nos convertimos en respetuosos conocidos

En otra ocasión, también en un DC3, el motor derecho se incendió y pudimos aterrizar en una pista del Magdalena. Viajando en una avioneta hacia la Costa y saliendo de Guaymaral, la puerta se abrió y me succionó, o me botó, hacia fuera. Me agarraron y... pudieron salvarme.
Volando en la desaparecida avioneta del Inderena, aterrizamos en una pista en la selva y por poco nos fusilan unos hombres malos. Germán Andrade iba conmigo. Todavía siento en la espalda la punta de la metralleta con la que me amenazaron y el clic que hicieron con el gatillo. Debajo de mi almohada, en una noche de selva durmió una rieka, la serpiente más venenosa, de dos metros; la serpiente dormía contra las rocas. La más venenosa de la Amazonia.
Me picó la conga, llamada también insecto bala, el bicho de picadura más dolorosa del mundo (ver en internet: lista Schmidt insectos).
También me libré de la muerte en la novela ‘El bazar de los idiotas’, de Gustavo Álvarez Gardeazábal, que luego fue telenovela en 1984, y en la que una araña “mortal” llamada Metropolus me muerde en el cuello, y solo un milagro de los idiotas de Tuluá me pudo salvar.
He tenido más encuentros respetuosos con la muerte. Los últimos fueron el año pasado, cuando una mula de cuatro patas me tumbó y me rompió siete costillas. Fue en el páramo de Sumapaz .Tuve un cáncer de colon –lo que faltaba–, del que también salí vivo. Debo agradecerles a los dos por igual, a la vida y a la muerte. Seguiré caminando por la vida porque ella “solo pasa por nosotros una vez”.
ANDRÉS HURTADO GARCÍA
Especial para EL TIEMPO
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