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Viajar

La ruta de la paz: crónica de un recorrido por Bolívar

Vista de la Iglesia de la Inmaculada Concepción y la Plaza de Mercado, edificios emblemáticos de Mompox, Bolívar.

Vista de la Iglesia de la Inmaculada Concepción y la Plaza de Mercado, edificios emblemáticos de Mompox, Bolívar.

Foto:Juan Manuel Vargas. El Tiempo.

Este departamento es música, artesanías y, sobre todo, nuevas historias.

Cuando un extranjero llega a Colombia, tres ciudades son las que más le resuenan: Bogotá, Medellín y Cartagena. Es más: probablemente Cartagena, la capital de Bolívar, sea la primera en hacerse notar en su cabeza antes que las demás capitales del país. Sus playas, su mar Caribe, su centro histórico, su archipiélago paradisíaco...
Bolívar: ese nombre que tiene la fuerza de un libertador y que, paradójicamente, desde los años 80 hasta hace una década vivió encadenada al peligro. La presencia de grupos armados azotó a los bolivarenses: guerrillas, paramilitares, narcotraficantes. Hoy es diferente: los Montes de María son tranquilizados por la lluvia que los caracteriza; las ciénagas, aisladas como piezas desperdigadas de rompecabezas en el mapa de Colombia, protegen su flora y su fauna... 
Con este espíritu, en el 2016, el Instituto de Cultura y Turismo de Bolívar (Icultur) lanzó la Ruta de la Paz, una estrategia que busca visibilizar cada vez más la región con nuevos productos turísticos para generar más ingresos para la zona. Lugares como Mompox, un paraíso arquitectónico a orillas del río Magdalena, y poblaciones como el Carmen de Bolívar y San Jacinto son hoy fichas de esta estrategia que dejan a la vista sus riquezas artesanales, gastronómicas y culturales en cada esquina para quien pise tierra firme.
Durante cinco días, VIAJAR visitó cinco puntos –Palenque, San Jacinto, San Juan Nepomuceno, Carmen de Bolívar y Mompox– que proponen el inicio de un recorrido por otro tipo de destino: con su historia, y más allá de ella.

El son detrás del muro

En la Ciudad Amurallada aterrizamos desde Bogotá para comenzar nuestro recorrido en camioneta por el norte del departamento. La primera parada fue Palenque, población que ha heredado el apodo de ‘la porción de África en Colombia’, pero que, además, tiene un nombre que responde a su realidad: son también ‘murallas’ las que rodean viviendas y barrios de esta población emblema del municipio de Mahates.
Se trata, a diferencia de las murallas coloniales, de delimitaciones marcadas con troncos de árboles finos como el guarumo o el mata ratón, ambas especies autóctonas de las zonas tropicales de Suramérica. Y esta estructura, de hecho, ya es el primer signo que los diferencia de muchas joyas coloniales de Colombia: su herencia no es la independencia nacional ni los resabios de la colonización, sino el sentimiento de tener su propio hogar.
Después de haber dejado atrás los pueblos de Turbaco y Arjona por la Troncal del Caribe, por la cual se adentrará cada vez más en el paisaje rodeado de ciénagas del norte de Bolívar, le parecerá sorprendente que el recorrido desde la capital hasta Palenque no dura más de una hora. Lo recibirá el parador turístico que queda sobre la Troncal y se encarga de dar información a los turistas recién llegados que busquen tours o alojamientos.
Entre 3.500 y 4.000 habitantes viven en Palenque y, aunque todos hablan español, no se sienta tan perdido si al llegar a la plaza central oye en el aire palabras sueltas que le parecen familiares y otras que no le develerán ningún misterio. Se trata de expresiones del criollo palenquero, una lengua que hablan exclusivamente en esta comunidad y que mezcla español con portugués antiguo y lenguas de Nigeria y el Congo africano, que fue declarada Patrimonio Oral de la Humanidad por la Unesco en el 2005. Mientras recorre las calles de la comunidad, tenga en cuenta una recomendación: si quiere tratar de entender qué están diciendo sobre usted mientras camina por las calles de Palenque, mejor pregunte. No se quede mirando a los que están hablando porque aunque podrá, quizás, captar algunas palabras en español, ¡el chiste está hecho para que solo ellos lo entiendan!
“¡Alegrías, con coco y anís, dulces delicias del barrio Getsemaní!” es otra de las frases que podrá escuchar (esta vez en perfecto español) en el parque central de Palenque. Es uno de los anuncios de las famosas palenqueras ofreciendo distintos dulces típicos que suelen vender, también, en el barrio Getsemaní de Cartagena: el caballito, un dulce de papaya con piña; coco con piña y panela; el enyucado, una especie de torta hecha a base de yuca, coco, suero, leche, queso y anís, o encocadas. ¿Empalagado ya? No es para menos: estos bocados se hacen sentir en todas sus dimensiones en el paladar de una persona que está acostumbrada a sabores y texturas más suaves. Cerca al monumento de Domingo Benkos Biohó, libertador y fundador de Palenque, puede conseguirlos por 1.500 pesos la unidad o a 6.000 la bandeja surtida.
Allí, además, se dará cuenta pronto de la importancia de la expresión musical para los palenqueros: tienen una tarima en la que se presentan con mucha frecuencia grupos como Kombilesa Mi, de rap folclórico, que rescata el criollo palenquero para impedir que se olvide. Usted puede visitarlos en la casa sede de la agrupación, que está a pocos metros del parque y se distingue por estar pintada de negro, rosado y rojo. Solo necesita anunciarse y lo recibirán.
Como el rap folclórico también hay otro hito musical bien resguardado en Palenque. Parte de la riqueza tradicional de los habitantes es el son que adaptaron de comunidades cubanas que se asentaron en Bolívar durante la colonización. Por eso existen estandartes de la música afrocolombiana como el Sexteto Tabalá, una de las agrupaciones representantes del son palenquero trascendentales para la comunidad y que, hasta hoy, siguen dando conciertos a nivel nacional e internacional después de 90 años de trayectoria con diferentes generaciones de músicos. Por eso usted tiene la posibilidad de hablar con el mismísimo ‘Maestro’ Rafael Cassiani, uno de los fundadores del Sexteto, en su propia casa.
‘El Maestro’ vive a cuatro calles de la plaza central, en una casa que tiene pintadas las palabras ‘Confecciones Benny’ en la entrada. En el camino, podrá ver el monumento a Antonio Cervantes ‘Kid Pambelé’, dos veces campeón mundial de peso superligero en 1972 y en 1977. Una vez dentro de la casa, se encontrará con una especie de altar personal: frente a un afiche que muestra un homenaje que le rindieron en el XXVIII Festival de Tambores y Expresiones Culturales de Palenque en el 2013, en su patio, está sentado sin camisa sobre una marímbula, con los ojos cerrados, hablando de su trayectoria; de cómo siempre vuelve a Palenque aunque haya visitado Dinamarca, Canadá, España.
Por cierto: el Festival de Tambores y Expresiones Culturales es un evento anual de tres a cuatro días en el que se presentan grupos de danza, exhibiciones de boxeo, gastronomía, poemas en lengua palenquera de la comunidad de Palenque y música, usualmente a partir del 12 de octubre de cada año.
Y no se me podía pasar un clásico de Palenque, sobre todo para las mujeres: olvídense del blower, la plancha, el messy bun o la cola de caballo y deles la bienvenida a la puerca parida, la malla, el caracol y los pétalos. ¡Son nombres de peinados! Más específicamente, son nombres de trenzas tradicionales que las mujeres de los cimarrones, durante la Colonia, llevaban en sus cabezas como mapas; rutas de escape que los esclavos usaban para huir de la Corona española en el siglo XVII. Cuatrocientos años después, ahí siguen.

Entre montes de antaño

Dejando Palenque atrás, reconocerá que se está adentrando a los Montes de María cuando empiece a ver las ciénagas mezclarse con colinas que recuerdan un paisaje de dunas (pero verdes, verdísimas) y, muy probablemente, cuando cruce una pared de agua causada por un manto de nubes que parecerían estar reservados para esta zona. Próxima parada: San Jacinto.
Su consulta obligatoria inmediatamente llegue al centro de esta población será el Museo Comunitario. Albergue de tesoros arqueológicos de las tribus zenúes y malibúes (verá figuras milenarias hechas en barro: monos, búhos, jaguares, manatíes), también expone artesanías actuales de San Jacinto, como las gaitas y los tejidos hechos a mano en telar vertical como las famosas hamacas sanjacinteras que usted puede conseguir por 200.000 o 300.000 pesos en la Carrera 48, vía Carmen de Bolívar, donde hay unos 40 almacenes de artesanías.
En el Museo Comunitario podrá organizar sus planes para toda la “experiencia sanjacintera”: puede visitar, junto con uno de los fundadores del museo, Jorge Quiroz, las fábricas de telas de San Jacinto; puede disfrutar y bailar una presentación completa de los gaiteros; podrá hacer un recorrido hacia el Cerro Maco, el punto más alto de los Montes de María (1000 msnm), que alberga petroglifos de las tribus zenúes, monos, guacamayas, loros, cascadas... Una perspectiva que quizás no dejaría ganas ni para un tinto, pero bueno: igual tómese uno al lado del museo, en el puesto de Café Cerro Maco, donde preparan todo tipo de batidos y cafés a base de grano local.
Por la noche, puede disfrutar su estadía en la Casa-Hotel Montes de María, en la que cada cuarto cuesta 60.000 pesos la noche. Pida, sin vergüenza, que le preparen un plato de mote de queso: sopa de ñame, queso y suero costeños que le dejará el estómago listo para descansar como una tabla hasta el otro día.
A quince minutos de San Jacinto queda San Juan Nepomuceno, un pueblo de aproximadamente 34.000 habitantes que tiene una postal oculta: una iglesia en nombre de su santo montada sobre una loma, contra un cielo que le da toda la autoridad del mundo.
Desde San Juan Nepomuceno puede ir al Santuario de Fauna y Flora Los Colorados, ubicado en la vía San Jacinto. Lleva el nombre del cerro, que se destaca por la abundancia de mono aullador colorado en uno de los bosques secos mejor conservados de la región. Declarado como Área de Importancia para la Conservación de las Aves (Aica) por Parques Nacionales Naturales de Colombia, es refugio para más de 280 especies de aves. Así que, ¡aliste su cámara!

Sabor a chepacorina

Después de recorrer quince kilómetros al sur, lo recibirá una escultura del tamaño de dos camiones, con letras y figuras: el aguacate, abundante en los Montes; el clarinete, la chepacorina y la iglesia de la Virgen del Carmen. Son las letras que forman “Carmen de Bolívar” a la entrada de ese pueblo, hogar de una famosa galleta con la marca ‘CH’ en su superficie. No, no tienen que ver con el Chapulín Colorado: son las chepacorinas, galletas tan grandes como la cara de un niño, que reciben su nombre de su creadora, Josefa Corina, fallecida hace más de 30 años. Hecha a base de queso, azúcar y harina de trigo, tiene la consistencia de un mantecado. Ojo, que es adictiva. Si le encanta, puede hasta visitar la fábrica de las chapecorinas sobre la calle 24 si pregunta por Carmen Díaz. Está ubicada a dos cuadras del Santuario de Nuestra Señora del Carmen, de la plaza principal. Como visitar Bolívar también es más disfrutable si usted es un amante del bolero, la cumbia y el porro, ir a la Casa de la Cultura le dejará imágenes de una exposición permanente de pentagramas originales, instrumentos y memorabilia de Lucho Bermúdez. De ahí, le espera un viaje de unas cinco horas en carro atravesando las serranías del Caribe. Es impactante pensar que todos esos caminos, hoy transitados por camiones y carros, hasta hace 10 años tuvieron toque de queda por grupos armados...
Mompox es el cenit del recorrido. Al llegar a su casco urbano, entenderá por qué la consideran una reliquia: su arquitectura andaluza de los siglos XVI en adelante rebosa en sus iglesias, colegios y casonas de familia que, frente al río Magdalena, dejan ver un estado de conservación que da qué fotografiar. La Casa Frank, por ejemplo, una casona ubicada frente al malecón de Mompox (la carrera 1), la Iglesia de la Inmaculada Concepción y el Colegio Pinillos de Mompox son sus embajadas.
Esta ciudad, sede de una fiesta llena de vida como el Festival de Jazz, tiene un callejón dedicado a los invisibles: el callejón de los muertos, que lleva al Cementerio del Rosario. Allí, después de pasar un pasillo de tumbas centenarias y recientes, llegará a su atractivo más popular: su inusual cantidad de gatos. Seis, siete, ocho, diez, y van en aumento. Puede que ellos, que son supuestamente “fieles” a la tumba de una familia local, los Serrano, lo rodeen y maúllen mientras atardece.
Pero despierte del ensueño: tómese un vino de corozo, una especialidad que abunda y sobra. Procure pasearse por la Plaza de Mercado, que queda frente a la Iglesia de la Inmaculada Concepción y es albergue de la Escuela Taller, donde podrá ver, en vivo y en directo, cómo se trabaja la filigrana momposina que produce, sobre todo, aretes que parecen tejidos plateados (regalos perfectos: cuestan de 25.000 pesos en adelante). Allí también puede zarpar para navegar el río Magdalena en un planchón turístico y descubrir la ciénaga de Pijiño: un paraje que, por momentos, está completamente cubierto por buchones, plantas de hojas redondas. Se sentirá en un bote andando en tierra firme hasta que llegue a la parte despejada de la ciénaga, donde podrá hundirse en sus aguas y enfrentar la curiosa pelea entre corrientes de agua fría y caliente tratando de alcanzarlo a usted para, por fin, dejarse llevar.
*Invitación del Fondo de Promoción Turística (Fontur) y del Ministerio de Comercio, con apoyo del Instituto de Cultura y Turismo de Bolívar y la Gobernación del Bolívar.

Si usted va: noches momposinas, de ensueño

Si va a hospedarse en Mompox, considere alojarse en el hotel Villa de Mompox, una casa con cinco cuartos que queda a una cuadra del malecón sobre el río Magdalena. Más información y reservas en: www.booking.com/hotel/co/casa-villa-de-mompox.
Para hospedajes en casonas en Mompox, puede llamar a Patricia di Filippo, anfitriona de la Casa Frank: 310 356 4754.
Para volver de Mompox... Como esta ciudad no cuenta con vuelos frecuentes, la mejor opción es volver por carretera hasta Valledupar, viaje que dura entre 3 y 5 horas.
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