fsdfdf

El hombre que protege 1.500 especímenes de fósiles de La Tatacoa

Por: TATIANA PARDO IBARRA
Twitter: @Tatipardo2

El centro poblado La Venta, enclavado entre las cordilleras Oriental y Central, en el departamento del Huila, es una de las mejores exposiciones de fósiles al aire libre que existen en el trópico. Lo que hoy es un desierto de arenisca roja, millones de años atrás solía ser un paisaje rebosante de vida. Dinámico. Un bosque húmedo de árboles frondosos que alcanzaban los 20 metros de alto. Con la más diversa fauna que haya existido en Suramérica. Enormes reptiles, osos perezosos y peces muy similares a los que habitan las tierras bajas del Orinoco y el Amazonas, lo que significa que aquí, donde ahora solo se asoman cactus y la tierra se fractura con cada pisada, circulaban grandes ríos rumbo al sur.

Los vestigios de vida que quedaron solidificados en La Venta corresponden a un periodo particular conocido como el Mioceno (23 a 5 millones de años atrás), y hay un hombre que dedica su vida entera a cuidarlos con esmero. Corría el año 2000 cuando Andrés Felipe Vanegas, a los 11 años, halló su primer fósil: una tenaza de cangrejo y un diente de cocodrilo. “Sentí una conexión inexplicable”, recuerda. “Es que los fósiles transmiten algo raro, como que me hechizaron, ¿sí? Y ahora siempre voy a campo con la expectativa de encontrar algo nuevo, de ser el primero en ver a un animalito e imaginar cómo vivía antes”.

Desde aquel instante, el joven se fundió en el oficio de la paleontología y lo hizo suyo, se apropió de él de manera empírica, sin universidad, sin libros científicos, sin papers publicados en las más prestigiosas revistas, sino motivado única y exclusivamente por una curiosidad avasallante que hoy sigue sin saciarse. Diecinueve años después, Andrés cumplió su gran sueño: es el director de la Fundación Vigías del Patrimonio Cultural y Natural La Victoria y del Museo de Historia Natural La Tatacoa.
Llegar hasta aquí no ha sido fácil. Así como los pintores tienen su juego de pinceles, los cirujanos su instrumento quirúrgico y los periodistas cargamos con una libreta y grabadora, los paleontólogos también requieren de un equipo especial. Palas, tamizadores, cinceles, brochas, martillos, picas, taladros, pinzas, resinas termoplásticas, microscopios, gafas protectoras, guantes, vendas de yeso y palustres hacen parte de lo indispensable. Pero Andrés, por supuesto, no tenía nada de lo indispensable. Entonces agarró los cubiertos de su casa, el cepillo de dientes del baño, la peinilla de su papá, las bolsas en las que venía el arroz, para clasificar lo que iba encontrando durante sus caminatas, y un pegante por si veía piezas rotas y destartaladas por el camino. Al regresar a casa, su mamá, que solía recibirlo con un vaso de agua fría, ya tenía listas las cajas de cartón en que venían los bocadillos y galletas para que allí su niño científico pudiese guardar sus tesoros fosilíferos.

La colección ahora tiene más de 1.500 especímenes entre crustáceos, peces, anfibios, reptiles, aves, mamíferos y maderas. Es la más completa que existe de La Tatacoa en Colombia, con fósiles que solo se encuentran allí. “Y saber que antes, cuando vivía en una casa pequeña de bahareque que nos heredó mi abuelo, nos tocaba guardar los fósiles debajo de la cama, en las gavetas de la cocina, en las mesas de la sala. ¡Eran demasiados!”, dice Andrés entre risas. “Y, ahora, mira –señalándome el museo–, pensé que esto jamás se cumpliría. Tengo un espacio para estudiarlos, exhibirlos y contarles a los turistas y a mi comunidad la historia que hay detrás de cada uno. Porque yo no quiero cobrar por una entrada y ya, sino explicar, hacer ciencia”, enfatiza.

Salvo su mamá y hermano menor, nadie entendió a Andrés en un principio. “La gente me decía que era un tonto, que esas rocas que recogía no servían para nada sino para trancar la puerta, o que estaba colectando fósiles era para vendérselos a los extranjeros y volverme rico. Pero ahora ya me puedo ir de este mundo dejando una huella, algo que podrá perdurar en la historia”, afirma conmovido.

Ni siquiera su padre, Octavio, pudo ver lo que sus hijos siempre vieron con claridad desde pequeños. “Yo molestaba y decía, ‘uy, pero este niño por qué recoge tanta piedra, ¿será que va a preparar una sopa para todos o qué?’ ”, cuenta el hombre de 52 años, jornalero y carpintero.

—¿Y ahora qué siente al ver un sueño materializado?
—Contento. Yo no creía, la verdad. Pero saben mucho, solo les falta el cartón, y listo.

—¿Qué es lo que más admira de ellos, don Octavio?
—Todo. Admiro todo lo que son y hacen.

—¿Y qué ha sido lo más duro de este proceso?
—Arrancar. Los políticos solo nos brindaron mentiras e ilusiones, hasta que algunos científicos llegaron a ayudarnos de verdad.

—¿Cuál es la receta como familia?
—Que haya un motor, y ese motor es Andrés Felipe. También, la unión y un sueño común.
Esto es como un rompecabezas, ¿sí me entiende? Al principio, las piezas están revueltas, como que no encajan, pero poco a poco se va armando y al final se ve muy lindo.

—Si le concedieran un deseo, ¿qué característica de Andrés quisiera tener?
–Quisiera que se me quedara todo el conocimiento en la cabeza como a él, pero es que uno no puede. Mi memoria no es tan buena y no me aprendo todos esos nombres científicos que hay por ahí. Pero para responderle, Andrés es uno en mil. O sea, no hay quién lo reemplace.
Andrés Vanegas
Reproducir Video

Completando el esqueleto del caimán

Los fósiles de La Tatacoa han sido estudiados durante un siglo por abarcar el último gran evento de calentamiento global que hubo (16 a 13 millones de años atrás), cuando la atmósfera terrestre alcanzó a contener 500 partes por millón (ppm) de CO2; y, sin embargo, esta es la primera vez que vienen 50 paleontólogos y geólogos –la mayoría de ellos, colombianos– a explorar, codo a codo con la comunidad local y guiados por ellos, algunas áreas del norte del desierto que a la fecha no cuentan con suficientes datos.

Entre el equipo élite hay expertos en paleobiología de los crustáceos, de los condrictios (cartilaginosos), los metaterios (como canguros y koalas), en cocodrilos, hojas diminutas, polen e isótopos, y cetáceos primitivos; también en el movimiento de las rocas, los cambios en el clima de las cuencas tropicales y subtropicales, o en cómo las barreras geográficas (por ejemplo, volcanes y cordilleras) condicionaron la movilidad de las distintas especies en el norte de Suramérica. Se trata del “bautizo científico” del Museo, dice Carlos Jaramillo, del Instituto Smithsoniano de Investigaciones Tropicales (Panamá) y quien coordina toda la expedición.

“Esta es la única manera de que el país avance: fusionando las dos Colombias, la de las grandes urbes con la de la ruralidad, la de la ciencia y los títulos profesionales con la del conocimiento empírico”, explica Jaramillo. “Aquí llegaron jesuitas, franceses, japoneses y gringos y se llevaron los fósiles sin que nadie se enterara de nada. Les podemos echar la culpa por no involucrarnos, pero la verdad es que es nuestra, esto siempre estuvo acá. Ahora, por fin, hay una masa crítica de especialistas colombianos, jóvenes, que tienen todas las capacidades para liderar las investigaciones”, continúa.

Acompaño a un puñado de ellos a buscar más piezas para completar el esqueleto de un Gryposuchus colombianus, cuyo pariente más cercano es el gavial de la India. Años atrás, vigías de la fundación encontraron el cráneo y la quijada de este animal, uno de los cocodrilos más grandes que hay, de las ocho especies que se le conocen a La Venta. Este, calculan, pudo haber medido 6 metros.

Cuando se sacan algunos de esos fósiles, se tiene la impresión de tener en las manos quién sabe qué objeto complicado y frágil, alucinante, una osamenta prehistórica que incluso podría contener tejidos blandos, como corazón y cerebro, preservados excepcionalmente durante miles y millones de años. Es como cargar a un bebé recién parido. La torpeza lo supera a uno… Y sí. Se necesita mucha paciencia y una actitud de acecho discreto todo el tiempo. Aguantar los rayos del sol abrasando la piel al mediodía. Caminar. Beber agua tibia que ya hierve al finalizar la tarde. Seguir andando sin que la brisa, siquiera por misericordia, pegue en la cara por un instante. Cortarse. Ensuciarse. Deshidratarse. Hasta que todo vale la pena.
A Jorge W. Moreno-Bernal, especialista en Ciencias Atmosféricas y de la Tierra, se le saltan los ojos y deja de hablar cuando le avisan que efectivamente hay huesos. ¡Hay huesos! Y es que la visión de ellos, ya entrenada durante décadas, identifica, incluso a la distancia, el punto exacto en el que la pica debe caer con firmeza y, a la vez, con delicadeza para no estropear nada de lo que podría ser un gran hallazgo, ¡Y qué hallazgo es este! Nervioso, Moreno le pide al equipo que haga un círculo, que le dejen ver bien pero que sigan revolcando la tierra arcillosa. Después de varios minutos, horas, se empieza a asomar ante todos el cuello (12 vertebras y costillas), la escápula (que forma parte del hombro izquierdo) y la parte delantera de las vértebras de la espalda.

“Este es el esqueleto más completo que existe hasta el momento de este bicho, en todo el mundo”, sentencia Moreno, quien ahora tendrá la tarea de comparar las proporciones del cuerpo con otros de los que ya se conocen, para hacer inferencias sobre sus hábitos, como saber si eran más acuáticos o terrestres.

Cuando le pregunto a Moreno que cómo se imagina físicamente al Gryposuchus colombianus, lo detalla como si lo tuviera al frente, sin titubear. “Con la punta del hocico más grande, paticorto, lo que quizás pueda significar que no caminaba sino que se arrastraba como las tortugas; tal vez prefería las playas de arena y con pocas rocas, con dientes agudos que se entrelazaban, de ojos separados y saltones, y de un color verde oliva grisáceo”.

Uno de los contemporáneos del Gryposuchus colombianus es el famoso purusauro, un caimán gigante que se extendía por varios megahumedales de la Amazonia y se ubicaba en el tope de la red alimenticia de aquella época. El reptil (pariente cercano del caimán negro y de la babilla) podía sobrepasar los 10 metros de largo y llegar a pesar hasta 5 toneladas, como un bus. En Colombia se han encontrado sus restos en los departamentos de Tolima, Huila, Amazonas y La Guajira.

Cuando el purusauro y el Gryposuchus colombianus vivían juntos –imaginen a estos dos depredadores coexistiendo en un mismo lugar, peleando por los mismos recursos, o tal vez no–, “las tierras bajas de Suramérica tropical no estaban separadas por la cordillera Oriental y otras cadenas montañosas. En la cuenca amazónica, en lugar de un gran río existían numerosos pantanos y humedales”, explica Moreno. A ese paisaje de conexiones intermitentes se le conoce como Sistema Pebas.

“¿Por qué hoy en día no hay cocodrilos tan grandes como estos en el Amazonas, si es un ambiente amplio? ¿Por qué no hay gaviales en Suramérica? ¿Por qué se extinguieron? ¿Por qué su pariente más cercano está en la India? ¿Cómo llegaron hasta aquí? Todo eso y más tendremos que estudiar ahora”, afirma Moreno emocionado.

Y es que la Tierra cambia, evoluciona, y esto no ocurre en un abrir y cerrar de ojos. Todas las especies, incluida la nuestra, se originan y extinguen a lo largo del tiempo geológico. Aunque la nuestra protagoniza un capítulo relativamente insignificante en el grueso libro de la historia, desde que el planeta se originó hace 4.500 millones de años, ha logrado transformarlo y calentarlo a una velocidad jamás registrada.

Frente a los cambios en el bioma de La Tatacoa, Jaramillo, quien es de los científicos más importantes de este país, arroja dos hipótesis: “Cambió porque el único remanente que había de la cordillera Oriental se levanta por los lados de Mocoa y hace que el gran río que fluía por acá, con dirección al sur, empezara a migrar hacia el norte del país, o sea hacia el Caribe. O porque después del calentamiento global que hubo, el planeta se empieza a enfriar, y al haber menos CO2, las plantas, que están encañonadas entre dos cordilleras, requieren mucha más agua, por lo que el sitio se volvió seco. En el trópico, más que la temperatura lo que importa es el agua; eso es lo que determina el tipo de bosque que hay. Entonces al reducirse la precipitación, este lugar se transformó de casi una selva a un desierto”.
Científicos
Reproducir Video