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Educación

La joven sueca que encontró a su madre colombiana a los 36 años

Aunque Gilma no habla sueco ni su hija españo, aseguran que la mayoría de las veces se entienden; cuando no, usan google tranlate.

Aunque Gilma no habla sueco ni su hija españo, aseguran que la mayoría de las veces se entienden; cuando no, usan google tranlate.

Foto:Héctor Fabio Zamora / EL TIEMPO

Carolina Skyldberg siempre quiso saber de dónde venía y quién era su madre biológica.

Simón Granja
Gilma Parra tenía 16 años de edad cuando le dijeron, en 1979, que no volvería a ver a su hija de tan solo 6 meses de nacida si firmaba los papeles para dejarla en adopción en una de las sedes del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) de la ciudad de Manizales.
Treinta y cinco años después, esa afirmación se desbarató y un mensaje desde Suecia, en el norte de Europa, le aseguró que en pocos meses volvería a ver a quien en algún momento pensó, incluso, que había muerto: a esa hija que bautizó como Claudia Marcela, pero que hoy se llama Carolina Skyldberg.
Volvemos a 1979. Ese día, su corto pero intenso pasado la encaminó por las calles de Manizales sin saber a dónde ir. Llevaba a su hija envuelta en unas mantas, sin rumbo, para donde sus pies la llevaran. En un momento se detuvo al frente de un poste en el que se ventilaba un letrero del ICBF, lo leyó y supo qué hacer. El hambre, el desamparo, la inocencia de los 16 años y la soledad la guiaron hasta el instituto, y preguntó: “¿Puedo dejar a esta niña acá?”. La desenvolvió y se la mostró a quien estaba allí.
La pequeña estaba delgada, pesaba poco, se veía desnutrida, enferma, cansada. Gilma no estaba en sus cinco sentidos, o por lo menos así lo cuenta. Una vez depositó a la pequeña en su canasta, firmó los papeles, explicó por qué lo hacía, por qué la dejaba en adopción, miró a su hija y creyó que sería la última vez; salió del lugar y se sentó en una banca en un parque. No sentía, no pensaba, solo estaba ahí, sin ella, recuerda Gilma sentada en un sofá en Bogotá mientras mira a su hija, 35 años después.
“Aún no puedo creer que ahora pueda estar de nuevo con mi hija, pasó mucho tiempo”, dice Gilma. Claudia Marcela volvería a Manizales hecha toda una mujer con otro nombre, sin hablar español, con tres hijos esperándola en su hogar en Suecia, que dejó al cuidado de sus padres adoptivos en ese país, acompañada por su esposo sueco para reencontrarse con su madre biológica, Gilma, y hacer que su pasado en esta tierra formara parte de su vida.

Aún no puedo creer que ahora pueda estar de nuevo con mi hija, pasó mucho tiempo

Gilma estuvo con la niña los 9 meses de embarazo, durante los cuales no supo siquiera que lo estaba, pues su barriga no crecía. Luego, los seis meses en los que cargó con ella. En ese tiempo siempre pensó en luchar, pero solo había trabas. Gilma no es de Manizales, nació en una humilde familia de la llamada ciudad Cordial, Manzanares, a unas tres horas en carro de la capital de Caldas.
Gilma abandonó el colegio en quinto grado de primaria una vez su padre, que sostenía el hogar, enfermó. En un impulso decidió huir. Se acercó al conductor de un camión y le dijo: “Por favor, lléveme a Manizales a donde una tía”. Empezó a golpear casa por casa pidiendo trabajo hasta que una señora abrió la puerta y le preguntó qué quería; ella le explicó, y la recibieron. Ahí estuvo un tiempo.
Sin embargo, a veces uno pone un circo y se le crecen los enanos.
El esposo de la señora, aprovechando que su mujer no estaba en casa, entró a la habitación de la niña e intentó abusar sexualmente de ella. Con uñas y dientes se defendió y logró huir. Pero no para siempre. Volvió a golpear puertas con la ilusión de que se volvieran a abrir, esta vez, sin monstruo escondido. Pero son muchos los monstruos por ahí.
Se abrió la puerta de una gran casa en un ‘buen barrio’. La recibieron. Pero esta vez no fue el señor de la casa, sino el príncipe. No pudo huir. La niña Gilma tuvo la valentía de denunciarlo ante los reyes. Pero la respuesta fue el exilio.
El 28 de mayo de 1979 nació una niña delgada y frágil, como la vida. Gilma la llevó a donde los reyes, que eran los abuelos, pero la negaron. Ella volvió a la cafetería donde por fin había conseguido un sustento, allí la ponía en una esquinita mientras trabajaba.
Creía que iba a morir, y lo único que podía hacer era bautizarla. Fue a la iglesia San José y le dijo al padre: “Ella es Claudia Marcela”. A los pocos días se cruzó con el letrero del ICBF, la dejó, y la vida siguió como siguen las cosas cuando no tienen mucho sentido.
“Gilma ama a su hija y se siente desesperada porque debe darla en adopción, pero comprende que así ella tendrá una mejor vida, con muchas más posibilidades. Ella dice que le desea un futuro seguro a su hija y que la niña sea una mujer honrada, que estudie y ojalá tenga una familia que se haga cargo de ella y le dé una buena crianza y le brinde lo mejor. Ella no quiere que su hija sea como su madre”, reza la carta que escribió el funcionario del Bienestar Familiar que recibió a la niña de manos de Gilma y plasmó lo que la joven madre le dictaba.

Gilma ama a su hija y se siente desesperada porque debe darla en adopción, pero comprende que así ella tendrá una mejor vida, con muchas más posibilidades

Mientras Carolina Skyldberg (o Claudia Marcela) leía estas palabras –a los 22 años, cuando tuvo el valor de leer los documentos que le entregaron sus padres adoptivos cuatro años atrás, donde estaba toda su historia– no pudo detener el llanto. Las manos le temblaban.
Aunque desde niña supo la verdad, que era una niña adoptada, reconoce que llegó a sentir mucha rabia por su madre biológica. ¿Por qué la había abandonado?, se preguntaba (aunque esto ocurría generalmente cuando estaba enojada con sus padres).
“Esa sensación me hacía pensar que yo no era uno de ellos; mi hermano y mis padres eran muy parecidos, tanto físicamente como en su forma de ser”, dice Carolina, en Bogotá. Incluso, llegó varias veces a gritarles: “¡Deseo no haber llegado nunca a donde ustedes, ustedes no son mis verdaderos padres!”.
Vivió varias crisis, la depresión la embargó, no sabía quién era ni a dónde pertenecía. “Nunca me había podido sentir del todo feliz, tenía miedo a cualquier tipo de abandono o separación, a la soledad...”, cuenta Carolina, y sus manos tiemblan mientras sostiene un café colombiano.
Sentía un vacío en el corazón a pesar de que tenía un buen esposo, unos bellos hijos y una vida en uno de los países más felices del mundo. Pero no, le faltaba algo. Fue entonces cuando decidió que iba a buscar a su madre biológica, su pasado, y contactó a una organización que ayuda a hijos adoptados a buscar a sus padres biológicos. Y así, un día logró el contacto con una tal Gilma, que podría ser su madre.

Nunca me había podido sentir del todo feliz, tenía miedo a cualquier tipo de abandono o separación

El 15 de septiembre de 2013, Gilma recibió una llamada en la casa de su hermana en Bogotá, a la cual había llegado ocho días antes. Una señora, que se presentó como Clara Rojas, le dijo que su hija, a la que había dejado en Manizales en adopción, la estaba buscando desde Suecia. Tras semejante impacto, comenzaron una comunicación a través de Facebook. Pero no fue hasta el 11 de abril de 2014, día del cumpleaños de Anders, esposo de Carolina, cuando ella y él se montaron en un avión rumbo a Bogotá.
En la madrugada de ese día, antes del viaje, Carolina se fue al cuarto de sus tres hijos, los besó y lloró. Una vez en la capital, prefirió darse un tiempo y no encontrarse con Gilma inmediatamente. Contrató una intérprete, pues sus lenguas eran distintas, incomprensibles para cada una de ellas.
Llegó el día. Quedaron en encontrarse en un hotel en Bogotá. Pasaba el tiempo y Gilma no llegaba. Carolina no sabía si vendría acompañada o sola, ni cómo reaccionaría. No llegaba. Pasaba el tiempo. Nada. Algo había pasado. Miró en Facebook y se dio cuenta de que un pariente le había escrito preguntándole la dirección del hotel porque Gilma se había equivocado.
“Vi entrar a tres personas e inmediatamente supe que una de ellas era Gilma. Fue como una película, cuando nos acercamos y nos abrazamos calurosamente. Recuerdo que pensé: ‘Aquí estoy yo, ahora, abrazándola, es real'. Y le dije: ‘Por fin’ ”, cuenta Carolina, y agarra la mano de Gilma con fuerza.
“Yo le decía: ‘Perdóname, hija, perdóname’, y la abrazaba muy fuerte, no quería soltarla. Yo nunca les di el amor de madre a mis otros tres hijos, de los cuales dos murieron. Ahora comprendo por qué. Vivía con pena y amargura. Fue un milagro encontrar a mi hija”, y las lágrimas no paran de salir.
Luego de ese reencuentro, la vida cambió para ellas y sus familias. Carolina viaja a Colombia frecuentemente a visitar a su madre biológica y a su familia. Y Gilma también viaja a Suecia para estar con sus tres nietos y compartir con su hija. Incluso, ahora las tres dictan conferencias sobre su vida, y recientemente Carolina publicó la versión en español del libro Adopción, dejar sanar el alma, en el que cuenta su historia.
Aunque ambas no tienen la misma lengua, llevan la misma sangre.

Los adoptados que se van

Según el Instituto Colombiano del Bienestar Familiar, de acuerdo con el comportamiento de los últimos cinco años, en promedio, por año son adoptados 1.160 niños, niñas y adolescentes. En 2017 la cifra llegó a 1.263, mientras que en 2016 fueron 1.181.
De estos, el 53 % (3.094) de los niños, niñas y adolescentes son adoptados por familias residentes en Colombia y el 47 %, (2.705) por familias residentes en el extranjero.
Las familias extranjeras que más adoptan niños colombianos provienen, en su orden, de Italia, Estados Unidos, Francia, España, Noruega, Suecia, Alemania, Canadá, Dinamarca, Suiza, Bélgica, Holanda y Finlandia.
SIMÓN GRANJA MATIAS
Simón Granja
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