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Ciencia

Mujeres en la ciencia: ¿por qué tan pocas?

La bióloga marina Edith Widder, fundadora de Ocean Research & Conservation Association, en el sumergible de investigaciones Johnson Sealink II.

La bióloga marina Edith Widder, fundadora de Ocean Research & Conservation Association, en el sumergible de investigaciones Johnson Sealink II.

Foto:Tom Smoyer

NO ES HORA DE CALLAR

No es hora de callar

Edith Widder, científica estadounidense, dice los obstáculos para estar en un área antes de hombres.

Descendemos como una gota de agua más, envueltas en un abrazo azul ultramarino.
Unas dos horas más tarde, cuando la gama de índigos es vencida por el negro total, el sonar señala a gritos la presencia del fondo y nuestra pequeña burbuja de aire se posa como una sonda marciana sobre la planicie, levantando finas nubes de cieno gris.
A -848 metros bajo las Bahamas, el lecho marino se abre silencioso y oscuro. Sobre nuestra cabeza se apilan 82 atmósferas de agua o, dicho de otro modo, 600 kilogramos presionan cada pulgada cuadrada del sumergible, encogiendo la esfera de plexiglás hasta sentirla tocando el hombro.
Segundos después nos envuelven los destellos de azules y verdes de las criaturas etéreas que habitan el abismo. Son gelatinosas y diminutas: no pasan de unos pocos centímetros. Algunas se encienden como galaxias pulsantes: sus tentáculos luminiscentes ondulando al ritmo de coreografías espectaculares. Otras exhiben órganos de luz que explotan en señales de desafío o códigos secretos de comunicación, mientras que unas cuantas más, entregadas a la batalla, regurgitan llamas líquidas sobre sus oponentes.
“Es el lenguaje de la luz”, me dice la bióloga marina Edith Widder, sentada a mi lado y con las manos en los controles del sumergible. “Todos estos destellos son generados por reacciones químicas dentro de los animales, y nuestro trabajo es entender esos mensajes. De hecho, cada vez que hago una inmersión abisal descubro una nueva especie o un nuevo comportamiento”.
Widder sabe lo que dice. Ha realizado cientos de estos buceos a lo largo de su vida. Ella es una de las poquísimas mujeres certificadas como piloto de sumergible de altas profundidades en el mundo. Sus investigaciones han salido en la portada de la célebre revista ‘Nature’ porque están descubriendo secretos de la evolución de la vida marina en las zonas más inaccesibles, a través del estudio de su bioluminiscencia.
Triunfar en una carrera que tradicionalmente fue territorio de varones, como la exploración antártica o los viajes espaciales, ha sido una experiencia de aprendizaje, que ve como una mezcla de perseverancia, tener objetivos profesionales claros y mostrar algo de humor.

Triunfar en una carrera que tradicionalmente fue territorio de varones, como la exploración antártica o los viajes espaciales, ha sido una experiencia de aprendizaje

“Hasta hace poco, toda la ergonomía en los sumergibles, por ejemplo, estaba hecha para hombres grandotes, y como yo soy pequeña, me tocaba poner unos bloques de madera sobre los pedales y bajo la silla para poder ver”, recuerda riendo.
Pero, aclara, eso no tiene importancia frente a los verdaderos tropiezos que históricamente han tenido -y siguen teniendo- las mujeres en la ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas: tropiezos que van desde discriminación y acoso hasta falta de reconocimiento y de oportunidades a todos los niveles.
Es un hecho comprobado que las mujeres y las niñas en muchos países tienen acceso a menos de la mitad de los recursos en términos de tecnología, financiamiento, entrenamiento, información y educación. Esta realidad se ve reflejado en los datos de la Unesco, según los cuales menos del 30 por ciento de los investigadores en todo el mundo son mujeres.
Muchos especialistas piensan que el verdadero progreso y desarrollo de la sociedad no son posibles sin la activa participación femenina en los campos de la ciencia y la tecnología.
Durante un interesante estudio realizado en el Centro de Niños y Tecnología, en Nueva York, los especialistas trataron de hallar la diferencia entre los enfoques masculino y femenino hacia los avances tecnológicos.
A los participantes en el experimento, hombres y mujeres, se les pidió que describieran “la máquina perfecta del futuro”. Los resultados mostraron que las máquinas propuestas por los hombres estaban diseñadas para que sus dueños ganaran control y se volvieran más poderosos. Mientras que las máquinas diseñadas por las mujeres tenían la intención de ayudar a hacer la vida más fácil.
Quizá esa es la razón por la cual los hombres son más propensos a inventar cosas y las mujeres tienden a mejorar las que ya existen. Lo cual no significa que uno u otro sexo sea superior, sino que poseen distintas destrezas que deberían explotarse en combinación.
Un día, leyendo la historia del programa espacial estadounidense, descubrí cartas de muchas niñas a John Glenn, el primer astronauta norteamericano en orbitar la Tierra, en las que le decían cómo él las puso a soñar con ser astronautas.
Las cartas invariablemente comenzaban diciendo: “Aunque yo soy una niña y sé que es imposible...”. Ellas mismas mataban la mariposa dorada de sus sueños, hundiéndose en el espantoso estereotipo que reinaba entonces -y que todavía reina en muchas instituciones educativas-, según el cual las mujeres tienen menos talentos e inclinaciones que los hombres para la ciencia y la tecnología.

El poder de la narrativa

¿Qué hacer para persuadir a las niñas de que ellas también pueden llegar a ser científicas e ingenieras? ¿Qué podría convencerlas de que la física no es aburrida? ¿Qué ejemplos darles de mujeres sobradas, unas duras en investigación que no han sacrificado su familia ni su feminidad? ¿Cómo asegurar que habrá suficientes estudiantes mujeres en nuestras universidades para darle a la sociedad los avances que esperamos?
Mi experiencia durante los últimos diez años como autora de novelas de ciencia y adrenalina para chicos en edad escolar me ha permitido entrever las respuestas a algunas de estas preguntas. Durante mis múltiples visitas a los colegios que leen mis novelas en Colombia y el exterior, me he dado cuenta de que la falta de interés obedece a que las niñas no saben qué hace un ingeniero o un biólogo o un paleontólogo o un astrónomo, más allá de las imágenes sesgadas e incompletas que ven en los medios de comunicación.

Las niñas no saben qué hace un ingeniero o un biólogo o un paleontólogo o un astrónomo, más allá de las imágenes sesgadas e incompletas que ven en los medios de comunicación

Creo firmemente en usar el poder de la narrativa para contarles historias que se salgan de los clichés y capturen la verdadera esencia de una profesión y un grupo de personas. Y que hagan que las jóvenes se identifiquen con ellas. Un ingeniero, por ejemplo, tiene muchas más facetas que simplemente resolver un problema de diseño. En realidad, quiere crear sistemas y procesos para que la gente esté más sana y segura, en un medioambiente amigable.
Entonces hay que explicarles a las pequeñas alumnas que una ingeniera, y en realidad cualquier investigador, necesita destrezas como la creatividad, la comunicación y el trabajo en equipo al igual que otras tantas disciplinas científicas.
Que necesitan aprender inglés a toda costa porque es allí donde están las oportunidades doradas. Que necesitan imaginación ilimitada y, ante todo, que necesitan creer en ellas mismas. Que sí pueden. Que claro que pueden ser matemáticas o geógrafas y viajar al Polo Sur o al fondo del mar. Que con la experiencia, el aprendizaje y la determinación, sus capacidades van a crecer como la espuma y que algún día van a estar paradas allá donde ahora les parece “imposible porque soy una niña”.
Es al ver esos grandes ojos desorbitados, esas cabecitas asintiendo vigorosamente durante mis charlas escolares, cuando sé que no todo está perdido.
Y a veces, de vez en cuando, aparece una rara gema: ese correo electrónico con el sello de alguna facultad de ciencias universitaria en alguna parte del mundo, y un mensaje que recuerda cómo creyó en ella misma y ahora estudia un posgrado en Cosmología en Alemania o está observando el ciclo de vida de un manatí en Australia.
***
En un sumergible de altas profundidades, el tiempo de fondo siempre se evapora como el éter. Llevamos algunas horas filmando y recolectando criaturas, probablemente algunas nuevas para la ciencia.
En un momento dado, Edith Widder lanza una exclamación de sorpresa mientras una gran sombra pasa furtivamente sin dar tiempo de seguirla con la cámara. Una oportunidad perdida, dice.
Una cadena de luces sostenida por tentáculos evanescentes pasa nadando frente a nosotros. Parece hecha de cristal hilado. Parte de su cuerpo es un bordado de sacos transparentes.
“Es un sifonóforo”, explica la acuanauta anticipando la pregunta. “Esos cientos de tentáculos en su cuerpo sondean el agua en busca de alimento”.
Con dos rápidas maniobras, la investigadora vacía los tanques de lastre, y nuestra burbuja comienza a ascender entre destellos plateados.
Tras mordisquear apenas el borde de las hendiduras insondables, científicos como Widder han hallado, para nuestra sorpresa, que las profundidades del océano, el mayor ecosistema de la Tierra, no son lugares vacíos. Aquí abajo late un mundo diminuto que obedece sus propias reglas, donde hay vida, luz y una rara belleza.
“Vivimos en estas pequeñísimas islas que llamamos continentes. Y mientras tanto, estamos destruyendo el océano más rápidamente de lo que estamos aprendiendo sobre este”.
He ahí un mundo nuevo donde cualquier niña-científica que crea en sí misma puede soñar con explorar.
ÁNGELA POSADA-SWAFFORD*
Para EL TIEMPO
En Twitter: @Swaforini
* Ángela Posada-Swafford es periodista científica y autora de la colección ‘Juntos en la aventura’
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