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Dispositivos

El exótico mundo de quienes viven con una ‘flecha’

El 2016 cerró con 198,9 millones de usuarios de teléfonos móviles solo en América Latina.

El 2016 cerró con 198,9 millones de usuarios de teléfonos móviles solo en América Latina.

Foto:123rf

A pesar de que la adicción al celular crece, hay quienes se rehúsan a estar conectados siempre.

La idea del The World Unplugged Project era simple: mil estudiantes debían pasar 24 horas sin celulares. Para tener distintos puntos de vista, los organizadores de la Universidad de Maryland invitaron a personas de diez países, quienes al terminar escribieron lo que sintieron.
Las conclusiones fueron lapidarias: un día desconectados significó angustia y síntomas de depresión. Uno de cada tres admitió que prefería renunciar al sexo que a su celular y la mayoría ni siquiera logró la misión.
Yo intenté estar dos días sin mi celular. Me desperté tarde porque dependo de su alarma. Me perdí en un camino que conozco, porque no tenía el mapa de mi celular diciendo qué hacer. Descubrí que solo me sé dos números de memoria. Sentí frustración al querer tomar una foto. La ansiedad por no usar WhatsApp aumentó cuando dos personas me mandaron correos preguntando si me pasaba algo. Y sentí que me estaba perdiendo algo, lo que intensificó la angustia.
Esa clase de síntomas son parte de la nomofobia, abreviación de la expresión en inglés no mobile phobia; es decir, el miedo a estar sin teléfono, a que se acabe la batería o a no tener cobertura. Según especialistas, salir a la calle sin celular puede generar problemas de concentración, inestabilidad emocional e incluso agresividad.
El uso descontrolado del celular también creó el ‘cuello de texto’, enfermedad causada por la posición de la cabeza al mirar el teléfono, que puede alterar la curvatura de la columna, generar tensión muscular y artritis.

Libre y feliz

Álvaro Anguita miraba constantemente su smart-phone para hablar en más de diez grupos de WhatsApp, compartir fotos y enviar audios de los conciertos a los que iba. Tiene 29 años, es técnico cinematográfico y, como la mayoría de los usuarios de celulares, se despertaba y se dormía mirando su pantalla.
“Si tenía que tomar un bus, buscaba en una aplicación cuánto le faltaba para llegar –cuenta–. Tenía que salir con un cargador, porque se descargaba muy rápido por el uso. En él escuchaba música en la aplicación de Spotify y utilizaba WhatsApp para todo. Para los proyectos cinematográficos tenía un grupo con los de dirección, otro con la producción y uno para los de foto. Era agotador”.
Pew Research Center, un centro de pensamiento en Washington D. C., estableció que los estadounidenses de entre 18 y 24 años envían 110 mensajes diarios con sus celulares. Y una investigación patrocinada por Nokia concluyó que de las 16 horas que una persona está despierta, en promedio revisará su celular cada seis minutos.
Para no estar pendiente de su celular, Anguita trataba de guardarlo cuando estaba con otra persona. Pero si percibía un ruido o una vibración, no podía evitar mirarlo. La relación con su smartphone tuvo un quiebre en enero, después de un accidente: se le cayó y la pantalla se rompió. Intentó seguir usándolo, pero dejó de funcionar.
Sebastián Sösemann tiene 31 años, trabaja en ventas de ropa y hace cuatro meses decidió dejar su smartphone, porque no soportó lo invasivo que resultó WhatsApp. Quiso dejarlo cuando se dio cuenta de que no podía parar de revisar su teléfono.
“Me sentía medio esclavo de él. Recibía constantemente mensajes de mi trabajo que perfectamente podía recibir al día siguiente. El teléfono se estaba metiendo en mi vida personal y decidí volver a uno tradicional”, dice.
Así que se compró un celular sin conexión a internet, pero con una batería que dura 30 días. Y comenzó a leer sus correos solo cuando tenía un computador al frente.
Hasta aprendió a pedir un servicio de Uber sin usar el móvil. Se sentía descansado y se dio cuenta de que el mundo no se acababa si no estaba todo el día conectado.
“Me humanicé más porque tenía que juntar valor para llamar a alguien. Escribir un mensaje, lo que todos hacen para comunicarse, no requiere nada –destaca–. Ahora tenía que escuchar el tono de voz, la intención del otro. Todo lo que había perdido usando WhatsApp”.
Pero pronto sintió que se estaba aislando: ya no tenía notificaciones sobre los cumpleaños de sus amigos, no podía ver las fotos de sus familiares y los fines de semana no recibía mensajes de nadie invitándolo a salir. “No te enteras de las cosas que hace o dice el resto, porque la gente da por sentado que si manda algo por WhatsApp uno lo leerá –lamenta–. La gente tenía que llamarme para avisarme de las cosas y mi jefe tenía que repetirme lo que había dicho por la aplicación”. Por la presión social, volvió a tener smartphone.
Más extremo es Gonzalo Rojas, columnista y profesor de Derecho, quien nunca ha tenido uno. “A los 64 años vivo libre y feliz. Cuando alguien necesita ubicarme, tiene dos posibilidades: me llama a un fijo, en el que hablo una vez cada 20 días, o me manda un correo, de los cuales recibo entre 250 y 300 diarios”, explica sentado en su oficina.
Según el académico, en el celular hay dos dimensiones, la lúdica y la dramática. “La gente tiene poco espacio para jugar y lo logra en sus teléfonos. Y, por otro lado, cree que está haciendo cosas muy importantes en el celular, que cuando tuitea va a cambiar el mundo –argumenta–. Y yo no vivo ni el mundo lúdico ni el dramático, vivo normal, gozo con el fútbol, me tomo en serio la política, pero no tengo por qué saber qué es lo último que ha tuiteado el analista de moda”.

Adicción real

Después de que su smart-phone se rompió a comienzos de año, Álvaro Anguita –el técnico cinematográfico– decidió probar con un celular sin internet. Atrás quedaron los grupos de trabajo en WhatsApp y cuando le preguntan cómo pueden contactarlo, él responde que le manden un correo o lo llamen a su nuevo celular, que dura días encendido sin necesidad de recarga.
“No siempre puedes responder cuando te mandan un mail, pero la gente exige inmediatez –se queja–. Eso me molestaba mucho cuando tenía un smartphone.
Antes estaba preocupado de cargar mi teléfono todo el día, pero llegué a un punto en que a veces se me olvida y no es tan terrible. Si estoy en una locación sin computador y necesito ver algo, le pido el teléfono a un compañero y reviso lo que quiero ver. No lo extraño”.
El celular que Álvaro Anguita usa actualmente ni siquiera tiene cámara. Y él asegura que ya no hay vuelta atrás: “No sé si dejar el smartphone me ha hecho usar más la cabeza, pero sí me hizo tener más conciencia de lo que pasa alrededor. Volví a mirar para arriba, para los lados, a la gente, en vez de mirar a una pantalla”.

Vivimos en la era de la adicción conductual

Adam Alter planteó en su libro ‘Irresistible: The rise of addictive technology and the business of keeping us hooked’ que los productos tecnológicos como los celulares crean una dependencia real. “En el pasado pensábamos en la adicción como algo ligado mayormente a sustancias químicas: la heroína, la cocaína o la nicotina. Hoy existe el fenómeno de las adicciones conductuales, como que la gente pase casi tres horas al día pegada a su celular -le dijo el psicólogo social al ‘The New York Times’-.
Las adicciones conductuales se han generalizado. Un estudio en el 2011 sugería que el 41 por ciento de nosotros sufre por lo menos una de ellas. El número seguramente ha aumentado con la adopción de plataformas de redes sociales, así como con el auge de las tabletas y los teléfonos inteligentes”.

La novedad de lo viejo

Una de las novedades que más ruido provocaron en el Mobile World Congress de Barcelona, España, en marzo de este año, fue el relanzamiento del Nokia 3310. Este celular, conocido como ‘el teléfono indestructible’, es uno de los más vendidos en la historia y su batería dura 22 horas de conversación o un mes en reposo, algo impensado para un ‘smartphone’. El clásico Nokia volvió con el juego de la serpiente y es incompatible con WhatsApp.
CARLA MANDIOLA G.
EL MERCURIO (CHILE) / GDA
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