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Proceso de Paz

De la guerra a una realidad de hadas

Fueron reclutados por las Farc siendo niños. Ahora plantean una vida juntos, lejos de la guerra.

Fueron reclutados por las Farc siendo niños. Ahora plantean una vida juntos, lejos de la guerra.

Foto:Juan Pablo Gutiérrez / EL TIEMPO

El sueño de Wilson y Sara, después de ocho años en la guerrilla, es sacar a sus hijos adelante.

A Wilson y Sara* el mismo amor que los hizo desertar de las Farc les mantiene ahora la esperanza de sacar a sus tres hijos y a su negocio de alquiler de lavadoras adelante, así como a soñar con una vejez tranquila rodeada de nietos.
Ese mismo amor es el que hace que se lancen miradas coquetas y cómplices, mientras agarrados de las manos van contando su historia, que comienza cuando se conocieron en las filas de las Farc en el 2002, él con 14 años, ella con 13, en las montañas de Antioquia.
Wilson cuenta que se unió a la guerrilla debido a la falta de educación, oportunidades y a la pobreza, pensando que allá se pasaba bien, como se lo aseguraban los milicianos de su pueblo, al mismo tiempo que Sara relata que la miseria, el abandono, la falta de estudio y la ignorancia le hicieron tomar la decisión.
“Yo siempre estaba sola en la casa en el campo, lejos de todo, cuidando tres hermanitos mientras mi mamá trabajaba todos los días, pero aguantábamos hambre. Entonces los de las Farc llegaban y me decían que me fuera con ellos, que me colaboraban, que le iban a mandar plata a mi mamá y que podía visitarla cada vez que quisiera”, cuenta Sara.
Hasta que ya en la guerrilla se dieron cuenta que nada de eso era verdad, que todo era un engaño para que se fueran con ellos, con el agravante que “echarse pa´tras” era penalizado con la muerte.
Después de comenzar su relación y de vivir como pareja por un año en la guerrilla, el amor del uno por el otro, de querer tener hijos, de poder disfrutar con libertad y tranquilidad cada momento de su vida y de poder morirse de viejos les hizo tomar la decisión de escaparse de las Farc y comenzar una nueva vida, o comenzar a vivir por fin.
“Porque yo perdí mi juventud y mi niñez allá. Cambié los juegos por un fusil”, asegura Sara. “Fueron diez años que duramos allá que ahora consideramos perdidos porque la guerra no lleva a nada bueno”, comenta Wilson.
Entonces sin armamento y solo con lo que llevaban puesto, se entregaron a la policía de un pueblo de Antioquia en donde comenzó su proceso de reintegración a la sociedad con el apoyo a la salud, a la educación y un capital semilla para poder establecer un negocio, que siempre otorga el Estado.
El negocio de las lavadoras
Wilson, que ya había trabajado como empleado alquilando lavadoras, pensó que ese negocio podía servir para una zona de estrato uno y dos donde viven en Ibagué, ciudad en la que decidieron instalarse por estar lejos de sus lugares de origen y en donde fueron guerrilleros todo el tiempo.
Y como buen paisa, decidió ‘tirar la casa por la ventana’ y apostarle todo al negocio al comprar 20 lavadoras de una vez, las cuales alquila a seis mil pesos cada una por cinco horas. Al principio él mismo las transportaba en un pequeño remolque que le instaló a su moto, pero su negocio va tan bien que ya contrató una persona para que le ayude. Compró un carrito pequeño en el cual ya puede llevar dos lavadoras al mismo tiempo, amplió su negocio a la venta de artículos como detergentes y suavizantes, él mismo le hace propaganda y ya hasta aprendió a arreglarlas, mientras ella recibe las llamadas para los pedidos y está encargada de la contabilidad de la microempresa.
Cuentas que lleva en un computador, en el cual también juegan sus hijos, en el que Sara aprendió lo básico del excel, y que la lleva a revelar con alegría que lo que ganan les alcanza mensualmente para pagar la escuela de los niños, los gastos de alimentación, el crédito de las lavadoras, el del carrito y los 500.000 pesos para el dueño de la casa donde viven.
Construcción que fue levantada por ellos mismos, en la esquina de lo que era el basurero del barrio; acostumbrados a la dureza de vivir en la selva, Sara y Wilson, que vivían donde otro desmovilizado mientras tanto, preguntaron de quién era ese lote y les dijeron que el dueño no había aparecido por 20 años.
Preguntaron más y nadie les supo dar razón. Entonces decidieron ellos mismos limpiar el lote y construir su propia casa, que al mismo tiempo es la sede de su empresa, ladrillo a ladrillo, cuando les quedaba tiempo porque trabajaban en otras cosas para mantenerse. Cuando ya estaba construida apareció el dueño con los papeles por lo que negociaron el precio y el plazo de pago, compromiso que hasta el momento han podido cumplir.
Y aunque consideran que han recuperado un poco del tiempo perdido en la guerrilla, Wilson tiene la meta de estudiar electrónica y Sara enfermería, que es lo que les gusta. Sus pequeños hijos dan vueltas, corren y juegan por la casa en obra negra en donde se amontonan en el mismo espacio las lavadoras, la cocina y el lavadero, una cama para sus dos pequeños hijos separada con una cortina y la habitación de ellos aparte.
La niña, recién nacida tuvo que volver al hospital por unas molestias de salud. “Ellos representan todo para mí, son un pedazo de ser y de vida que yo tengo, mi fortaleza”, añade Sara con esa mirada que siempre parece estar en el futuro.
Un porvenir diferente
Un porvenir que tiene un poco más claro Wilson, quien está convencido que esas 20 lavadoras solo son el inicio de una gran empresa, porque quiere más “pero todavía no sé en qué o cómo”, en la cual sus hijos trabajen y después estudien para hacerla más grande y juntos puedan seguir creciendo como familia, pero sobre todo para que sus retoños no pasen por lo mismo que tuvieron que pasar ellos.
“Porque más que todo los campesinos son los que sufren, siempre son los que van a llevar del bulto y prestar los hijos para la guerra. Esta es una guerra en la que nos matamos entre pobres. Y yo no quiero que mis hijos cojan el mismo camino que uno cogió”, reflexiona Sandra.
Por esto le piden a la sociedad que les dé una oportunidad a todos los que han estado en los grupos armados para reintegrarse, que no son bandidos, ni malos que solo saben ‘tirar plomo’, ni vagos que no saben hacer nada. Creen que hay que tener muy claro que a unos los obligaron a irse; otros, como ellos, se equivocaron por la falta de educación y la pobreza extrema en el campo.
“Todo es que le den a la gente la oportunidad. Allá hay mucha gente campesina berraca para trabajar. Que no piensen que porque estuvo allá es una persona mala, todos tenemos derecho a equivocarnos”, aclara Wilson.
Siempre piensan en el futuro, el pasado quedó en el monte hace seis años que desertaron. Ahora viven su sueño, el que anhelaron y por el que se escaparon: el de la libertad, el de ver a sus familias, el de sus hijos, el de salir adelante, el de llegar a morirse de viejos juntos en paz.
“Todo lo que hemos anhelado gracias a Dios se ha cumplido. Es un sueño que se le hace a uno realidad, que vale la pena soñar, perseverar, todo lo hemos logrado ambos”, relata Sara, mientras siguen agarrados de la mano, mirándose y viviendo en esa nueva realidad de hadas que construyen día a día.
*Nombres cambiados por razones de seguridad.
PEDRO VARGAS NÚÑEZ
Subeditor PORTAFOLIO
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