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Proceso de Paz

Lo que desató el conflicto armado en Colombia

Después de su labor en La Habana, Humberto de la Calle fue candidato presidencial en las pasadas elecciones.

Después de su labor en La Habana, Humberto de la Calle fue candidato presidencial en las pasadas elecciones.

Foto:Ernesto Mastrascusa / EFE

Fragmento del libro 'Revelaciones al final de una guerra', de Humberto de la Calle.

Hay una convicción unánime de que la cuestión agraria fue determinante en el nacimiento y la aclimatación inicial del conflicto colombiano. Es decir que, más allá de lo que se entienda por conflicto, de la idea que se tenga sobre sus componentes, del momento histórico en el que se fije su comienzo y de las fuerzas que lo impulsaron –asuntos sobre los que hay y habrá disputas difícilmente cancelables–, lo cierto es que no hay duda de que fue en el entorno rural donde se generó la confrontación.
No importa que algunos se remonten a la guerra de los Mil Días como punto de partida del conflicto armado. O que otros piensen que fue en los años veinte del siglo pasado. O bajo el gobierno de López Pumarejo con la expedición de la famosa Ley 200 de 1936, sobre explotación de la tierra. Tampoco importa que se diga que el conflicto surgió como designio histórico ciego, automático e impersonal a consecuencia de la explotación campesina a manos de castas privilegiadas. Ni que, bien lejos de esa concepción determinista, que –en el marco de la Guerra Fría–, fue una decisión voluntaria y exclusivamente organizacional de las fuerzas de izquierda, y que sin su presencia no habrían tenido lugar el nacimiento ni la aclimatación de la lucha social agraria. En cualquier caso, todos piensan que la guerra nació en el campo, que en el campo se ha mantenido y que el campo sigue nutriendo su permanencia. Que la influencia haya sido continua o sujeta a variantes, flujos y reflujos, alimentados en diversos eslabones sucesivos: agitación política, narcotráfico, paramilitarismo, nada de eso induce a controvertir que es allí, en el mundo rural, en donde se ha escenificado una conflagración de más de cincuenta años de duración que ya arroja víctimas que se cuentan en millones. Para esta materia contamos con la valiosa asesoría de Alejandro Reyes Posada y Álvaro Balcázar.
Por eso aparece el ‘desarrollo rural integral’ como el primer punto del Acuerdo General de La Habana. Por eso también es a partir de ahí donde comienzan las conversaciones en la fase pública. Que el epicentro haya sido la ruralidad no solo responde a la narrativa de las Farc -que se remonta a Marquetalia-, con condimentos reales unos y exagerados o hasta fantasiosos otros, sino que diferentes interpretaciones, de naturaleza ideológica o exclusivamente ‘científicas’, convergen en esa conclusión.
Es indiscutible, asimismo, que elementos concretos de la sociedad agraria fueron determinantes para que naciera la guerrilla de las Farc. Y no solo eso. Joaquín Villalobos, el exguerrillero salvadoreño y consejero durante las conversaciones, me decía un día que los brotes de rebeldía armada se pueden presentar por muy diversas razones, pero que si dejan de ser aislados, si pelechan, si tienen éxito en el reclutamiento, si se convierten en un problema colectivo importante, algo tiene que funcionar mal en una sociedad. Guerrillas como las Farc y el Eln en Colombia, cuya persistencia convirtió nuestro conflicto en el más largo de Occidente, indican que en la organización de la sociedad hay desajustes que, si bien no son la única causa de la envergadura y la prolongación de la guerra, sí son factores imprescindibles en el análisis para entenderla.

Lo cierto es que no hay duda de que fue en el entorno rural donde se generó la confrontación

Es cierto. Las “guerrillas del primer mundo”, en Italia, en Alemania, fueron aventuras esporádicas. No porque profesemos la “teoría de las causas objetivas de la violencia”, cuyas fallas son protuberantes como explicación única. Basta solo ver que el mapa de la pobreza no corresponde necesariamente al mapa de la guerra. Pero sí hay que aceptar de manera clara que la estructura de la propiedad agraria, el panorama del uso del suelo, los viejos y nuevos conflictos alrededor de ese uso, la escasa vigencia de la ley, las nuevas formas de utilización ilegal del territorio, las propias deficiencias legales, con sus ramificaciones y orígenes políticos, y las bajas condiciones de calidad de vida de la familia campesina son factores de incidencia determinante en el momento de analizar la gestación, el decurso y la excesiva duración de la confrontación armada.

Preocupante panorama rural

Algunos trazos gruesos permiten definir la situación de la vida rural en Colombia. El primero de ellos es la concentración de la tierra. El 4,2 % de la tierra, fundos menores de 5 hectáreas, pertenece al 67,6 % de los propietarios. El 46,5 % de la tierra, propiedades de más de 500 hectáreas, es poseída únicamente por el 0,4 %. La alta concentración es un hecho, como también lo es que ha venido en aumento: entre 1997 y 2002 hay un aumento de las propiedades de más de 500 hectáreas del 25,6 %, poseídas por el 0,3 % de los titulares, al 46,5 % del área en poder del 0,4 %.
Este fenómeno hay que mirarlo en el contexto general. Algunos piensan que la concentración es inherente al proceso de urbanización. Y hay quienes señalan que es un fenómeno propio de una explotación agroindustrial moderna. Pero si se conecta este hecho con la explosión del microfundio —que afecta las condiciones de vida digna de muchas familias—, con la distorsión en el uso del suelo —que veremos enseguida—, con agudas etapas de despojo forzado y con la utilización de la tierra en una lógica de poder político gracias a la cual no importa que se aleje de la racionalidad productiva, entonces este dato genera seria preocupación.
El análisis del índice de Gini simplemente corrobora lo dicho, aun con variantes entre diversos estudiosos. Pero esto no es todo. Como lo señalan Juan Camilo Restrepo y Andrés Bernal Morales, la situación de Colombia es paradójica: “[...] el problema de la estructura de la tenencia de la tierra en Colombia no solo es la alta concentración, sino también la excesiva fragmentación de la propiedad agraria [...]Más del 80 % de las tierras que se explotan en Colombia son parcelas de menos de media UAF (Unidad Agrícola Familiar) [...]Hay que concluir que ocho de cada diez explotaciones agrícolas (microfundios) no son suficientes para que las familias campesinas de este país mantengan una vida digna (15)”.
De la mano de la concentración, aparecen las distorsiones en el uso del suelo. Colombia cuenta con 113,9 millones de hectáreas disponibles, de las cuales poco menos de 42 millones tienen vocación agropecuaria, 21,5 para agricultura y 21,1 para ganadería. En la realidad, 43,2 millones de hectáreas son usadas para ganadería extensiva y pastos, mientras que tan solo 3,8 millones de hectáreas son destinadas al uso agrícola y, más alarmante aún, 7,3 millones de hectáreas son improductivas.
Las Farc plantearon este asunto con un rango muy amplio, que no fue aceptado por el Gobierno. Trataron de incluir, sin éxito, la política minera y energética, atribuyendo a ella una alta incidencia en los problemas de uso. Por nuestro lado, fuimos conscientes de que hay problemas que generan estos conflictos de uso, algunos de ellos ligados a los desarrollos mineros y energéticos, pero nuestra posición fue sostener que el tratamiento de estos puede tener como estándares las mejores prácticas sobre la coexistencia de usos: ampliar la participación de la comunidad, involucrar a los alcaldes, crear la jurisdicción agraria, sin modificar, como nos opusimos de forma terminante, la política minero-energética, base importante de la fiscalidad colombiana como instrumento para el desarrollo.
Comprendimos también que, en la discusión, las Farc se apoyaron en la multiplicidad de conflictos vigentes, buena parte de ellos auspiciados por las mismas guerrillas. Alegaban, por ejemplo, la puesta en marcha de la “locomotora” minera, lo que ha significado un enorme cambio en la arquitectura de la hacienda pública, pero sin duda había entre ellos un interés en debilitar el crecimiento, desgastar el Estado, regresar a épocas pasadas. Si el desarrollo es una de las respuestas a la acción de la guerrilla, golpear sus fuentes es a la vez golpear en la santabárbara del Estado. Y eso no podía ocurrir.
La informalidad también es parte del panorama desolador. Más del 40 % de los predios rurales carecen de títulos formales. Y no se trata solo de predios ubicados en la periferia remota. “El 36 % del total de la caficultura colombiana no tiene títulos ciertos” (16). Esta deficiencia ya había sido tratada por el Gobierno antes de las conversaciones de La Habana. La informalidad menoscaba todo el entramado institucional del campo y afecta seriamente el ejercicio pleno de los derechos de propiedad. Los predios informales están por fuera del ámbito crediticio, son bolsas aisladas en las cuales la intervención del Estado es ninguna o, al menos, precaria, dada la situación jurídica en que se encuentran y, últimamente, son escenario propicio para el desarrollo de actividades ilegales, de modo que los programas de formalización venían siendo parte de la política del Gobierno. Una buena política sin duda.
Como examinaré luego, la primera reacción de las Farc sobre la formalización fue bastante agria. Márquez dijo esto en Oslo: “Partimos de esta visión para alertar a Colombia toda: la titulación de tierras tal y como la ha diseñado el actual Gobierno es una trampa”.
15. Restrepo, Juan Camilo y Bernal Morales, Andrés (2014). ‘La cuestión agraria: tierra y posconflicto en Colombia’. Bogotá: Penguin Random House Grupo Editorial. (Edición electrónica). 16. Ibídem, p. 132
HUMBERTO DE LA CALLE
* El fragmento pertenece al capítulo ‘Tomar el conflicto por sus cuernos: tierra y cultivos ilícitos’
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