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Proceso de Paz

En las colinas de la esperanza: la vida en una zona veredal

Finca las Mercedes, El Capricho (Guaviare), ubicada a 15 kilómetros del casco urbano. Abandonada por la fumigación de cultivos ilícitos.

Finca las Mercedes, El Capricho (Guaviare), ubicada a 15 kilómetros del casco urbano. Abandonada por la fumigación de cultivos ilícitos.

Foto:Juan José Pardo

Miembros de las FARC conviven cerca de San José del Guaviare esperando regresar a la vida civil.

La humedad se agudiza, la temperatura aumenta y el trino de las aves es cada vez más fuerte. La espesa selva colombiana es tan deslumbrante como abrumadora. Y es ahí, en medio de las montañas y a 450 kilómetros del sur de Bogotá, donde habita una comunidad con tantas particularidades, pero que luce tan común como ninguna otra.
Los integrantes de esta comunidad, provenientes de varias direcciones, pasan sus días charlando, estudiando y ocupándose de las típicas labores diarias: cocinar, limpiar, lavar… Entre ellos hay tiempo para risas y, por supuesto, para jugar al fútbol. Las jornadas corren, mientras “los otros”, los que no son propios, contribuyen a adecuar las viviendas y las áreas sociales.
La cooperación es entonces el pegamento, el cemento de esta colectividad que está allí desde hace más de 160 días.
A este inhóspito punto se le conoce como Colinas, una de las 20 zonas veredales transitorias de normalización, dispuestas en 14 departamentos colombianos por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos para la convivencia y locación de los miembros de la guerrilla de las Farc que se comprometieron a regresar al seno de la sociedad civil, luego de la firma del documento que finiquitó un conflicto de medio siglo. En estas zonas hoy conviven al menos 6.300 rebeldes.
Colinas es un paraje rural del municipio de San José del Guaviare. Hasta allí llegaron 480 excombatientes con el propósito de deponer las armas y cesar el fuego.
En medio del abrazador calor, pero desde la serenidad de la selva, Luís Martínez, integrante de la guerrilla, narra que sus días comienzan a las 4 de la mañana. Toma su “arsenal” académico y sale a socializar, entre los pobladores del Guaviare y del Vaupés, los puntos acordados el año pasado en la mesa de La Habana, Cuba. “Me preparo para las capacitaciones en la mañana. El estudio es algo que siempre me ha gustado. Tengo días muy agitados y mis compromisos son amplios con la población”, explica este hombre de 32 años, mientras disfruta de una taza de café.
Martínez, quien desde los 13 años se sumó a las fila de las Farc, hace parte de una comisión de 38 personas encargadas de dar a conocer el acuerdo final para la paz y sus alcances en medio de un escenario de posconflicto. Las tareas de pedagogía no han sido impedimento para que Martínez nutra una de sus pasiones, el fútbol, de la cual disfruta a plenitud desde que abandonó la lucha guerrillera. “Siempre me ha gustado el fútbol. Jugar de puntero o de centrocampista me divierte mucho”, apunta.
Las zonas veredales surgieron como espacios transitorios para la agrupación de los excombatientes y para que allí se surtiera la dejación de las armas, según describe Humberto de la Calle, el otrora jefe del equipo negociador del Gobierno Nacional durante las conversaciones que comenzaron formalmente en noviembre de 2012. “Se hizo un examen extraordinariamente detallado de cada punto (establecer las zonas) para identificar las vías de comunicación, los corredores y sus distancias con los límites fronterizos y la capacidad de control por parte del Estado”. En su opinión, era clave cohesionar temporalmente a las Farc. Aglutinarlos garantizaba que “le respondieran a los colombianos por los acuerdos”.
Ante la posibilidad de que el tiempo que las guerrillas permanezcan en estas zonas se extienda, De la Calle pidió no “obrar con tanta pasión” y afirmó que “se trata de un proceso breve, razonable, transicional, que permite mantener un cierto control sobre los excombatientes para evitar una diáspora de criminalidad”.
Es cierto que la vida les ha cambiado para bien. Pero el tránsito hacia la vida civil no es del todo fácil. El fariano Albeiro Suárez, de 43 años, cuenta: “El paso hacia la paz es un proceso agitado, con puntos de socialización difíciles. Esperamos un pacto social y político por la convivencia social donde hayan garantías”.
La motivación para conseguir la paz está intacta, pero eso no le resta los reproches hacia el gobierno en cuanto al mantenimiento y la logística de operación de las zonas veredales. “El proceso de la construcción en las zonas va muy lento, las obras las hemos hecho nosotros. Hemos tenido problemas con la llegada de los alimentos y los materiales de cimentación en los espacios. Lo que hemos construido, aún no es suficiente para los concentrados en este lugar”. Suárez hace una pausa y suelta una frase, empero, que resulta alentadora: “Tenemos una responsabilidad con el país y es hacer un tránsito hacia la paz”.
Alcanzar y garantizar la paz es un deseo innegable entre los habitantes de esta región del país, tan golpeada por la violencia. Pero la incertidumbre aún se cuela por las esquinas de San José del Guaviare. “Lo mejor que le puede pasar al país es la llegada de la paz. Sin embargo, no podemos pretender que las acciones del Gobierno se manejen a control remoto, sin supervisión estable. Es indiscutible que aún hay temor frente a las acciones por parte de los integrantes de las Farc, una vez regresen a la civilidad”, reconoce en entrevista el alcalde este municipio, Efraín Rivera.
“La creación de centros productivos, el microempresariado y la educación son elementos vitales para el posconflicto. Se necesita mucho trabajo psicosocial, titulación de tierras y responsabilidad estatal para evitar posibles acciones bélicas que atenten contra la comunidad en el futuro. Esperamos con ansias que todo se cumpla”, confía la máxima autoridad local.
La zona veredal de Colinas no solo limita con la frondosa selva, también con El Capricho, un corregimiento de 560 habitantes, muchos de los cuales han sufrido los vejámenes de la guerra perpetrada por los grupos guerrilleros. Ese es el caso de Justo Urrego, un campesino de 55 años que atestigua la desaparición de un familiar: “A mi cuñado lo secuestraron hace nueve años y esta es la hora en la que no sé qué ha pasado con él”. Esta historia se suma a las de los 60.000 desaparecidos en Colombia, entre 1970 y 2015, a manos de las organizaciones al margen de la ley –entre estas las Farc– y las propias instituciones del Estado como las Fuerzas Militares. Justo se muestra optimista: “Si se dan las cosas, podremos por fin vivir en paz”, y dice entre lágrimas: “Perdono a los grupos por todo el mal que me han hecho a mí y a mi familia. La esperanza de ver a mi país en paz es mi mayor sueño, pero para lograrlo es necesario el cumplimiento”.
Al anhelo de paz se une Luis Martínez quien, a pesar de pasar años en el monte azuzando la guerra, no pierde la esperanza: “Desde hace unos años tengo un sueño: tener unos años de paz. Hoy tengo toda la disposición para lograrlo, yo quiero idear, crear más y aportar. Hay que dejarle algo a la sociedad”.
El día termina. Martínez sigue en lo suyo. La temperatura aminora y la humedad se profundiza. A este lado, en la capital, retumba en tanto la convicción de Humberto de la Calle: “La paz está más allá del silencio de los fusiles, está en el corazón de todos los colombianos”.
JUAN JOSÉ PARDO
Estudiante del programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de La Sabana. La nota fue asesorada y editada por Juan Camilo Hernández, director del programa de Comunicación Social y Periodismo, de la Universidad de La Sabana.
*Este artículo se publica gracias a la beca '200 años en paz, storytelling para el posconflicto', apoyada por la Escuela de Periodismo de EL TIEMPO, la Embajada de Suecia, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Universidad de La Sabana.
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