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Partidos Políticos

Los orígenes y la cura para el populismo

Los líderes de la Unión Soviética, como Stalin, engañaron a campesinos y trabajadores para oprimirlos, dice el autor.

Los líderes de la Unión Soviética, como Stalin, engañaron a campesinos y trabajadores para oprimirlos, dice el autor.

Foto:Alexander Ermochenko / EFE

Solo la soberbia puede justificar regímenes como el cubano, el de Corea del Norte y el venezolano.

Gustavo Petro es un aspirante populista. Aunque no es el único en Colombia, en su caso las prerrogativas con que contaría en la presidencia hacen palidecer lo que hizo en Bogotá. Es un líder con olfato que ofrece soluciones simplistas para problemas difíciles, y no revela el verdadero alcance de sus propuestas.
El populismo no nació ayer ni se originó en Colombia. Es un modelo probado y fallido con raíces profundas que es bueno entender.
Miremos los orígenes de las ideas populistas. Por la época en que murió Bolívar, en 1830, se empezaron a cocinar en Rusia las ideas que llevarían a la Revolución de octubre de 1917. El rusobritánico Isaiah Berlín nos cuenta cómo sesudos pensadores como Bakunin, Chernyshevsky, Belinsky y Herzen reflexionaron sobre la situación de los campesinos, los siervos y los obreros, y llegaron a conclusiones destinadas a tener consecuencias de alcance mundial, y que hoy mantienen su atractivo en algunos países.
Su indignación se dirigía contra una sociedad rusa estancada y un ambiente político sofocante. La situación en Rusia era más penosa que en las sociedades más avanzadas de Europa y Estados Unidos, donde cuatro de cada cinco trabajadores laboraban en ocupaciones peligrosas y desagradables.
Los inquilinatos, las fábricas y las ciudades eran sucios e insalubres; sin agua corriente filtrada, sin desagües que separaran las aguas hervidas; el transporte era movido por caballos cuyo estiércol y orines creaban un ambiente de mosquitos y gérmenes propicio para epidemias de fiebre amarilla y tifoidea, malaria e influenza.
Las reses llegaban en pie al centro de las ciudades y eran sacrificadas en mataderos fétidos y malsanos; los campesinos compartían con los trabajadores urbanos “vidas desagradables, brutales y breves”.
En el siglo XIX los filósofos rusos idearon para los siervos, campesinos y trabajadores un mundo diferente, a semejanza de la tierra prometida de los cristianos, que aguardaba no al otro lado de la muerte sino de la revolución. Estaban inspirados en los revolucionarios franceses y los filósofos alemanes. Confiaban en que un motor oculto de la historia basado en la confrontación entre opuestos llevaría a eliminar la propiedad privada, raíz y origen de todo mal. Sin ella, los lobos humanos se convertirían en mansas ovejas y podrían vivir en armonía.
Sin embargo, en Rusia la revolución no se produciría por la revuelta urbana de los proletarios miserables contra codiciosos explotadores capitalistas. No había muchos de los unos ni de los otros. Por eso crearon un concepto nuevo de revolución, no espontánea sino inducida por una élite intelectual, con efectos más allá de sus fronteras.
La armonía que buscaban no radicaba en el programa liberal-conservador de reformas progresivas para mejorar paulatinamente las condiciones de vida. Eso era superficial, dejaba intacto el trasfondo conflictivo y no modificaba la esencia de los seres humanos.
Aspiraban a “reventar la burbuja de ignorancia y pobreza de los siervos, la hipocresía y analfabetismo de los curas, la corrupción, ineficiencia y arbitrariedad de la clase gobernante, la pequeñez e inhumanidad de los comerciantes y hombres de negocios, ese sistema enteramente bárbaro que imperaba”. (I. Berlín).
Si los campesinos y trabajadores se oponían al plan de los revolucionarios, ¿habría que engañarlos, o peor, oprimirlos para que aceptaran su ‘nueva libertad’? ¿Se crearía una élite arrogante, ávida de poder, que sustituiría el yugo de los nobles por el de los intelectuales?
Lenin, Stalin y los bolcheviques respondieron de forma elocuente a esas preguntas. Recientemente los barbudos cubanos y el Ché Guevara, y hoy Chávez y Maduro, entre otros regímenes comunistas, imitaron su desdén por la democracia. “Las masas ignorantes debían ser rescatadas por cualquier medio disponible; de ser necesario, en contra de su propios e ilusos deseos” (Berlín). Los populistas de derecha usaron en muchas naciones idénticas prerrogativas contra la izquierda.

La cura del populismo es un sistema económico que funcione, cree riqueza y la distribuya bien, y que se apoye en sistemas de política y justicia sanos

El Estado, según Proudhon, sería útil hasta que “el enemigo fuera exitosamente liquidado, y la humanidad no tuviera necesidad de un instrumento de coerción”. En sus manos, el Estado tendría la prerrogativa de matar hasta el último contradictor.
La libertad y la individualidad eran valores sacrificables. Lo fundamental era crear igualdad, principio de la justicia socialista. El socialismo se debe imponer no porque sea inevitable, eficiente o eficaz, que no lo es, sino porque es justo e igualitario.
La tesis leninista de que el atraso del tercer mundo era la clave del éxito y la riqueza del primer mundo imperialista enervó a los intelectuales de los países pobres. Desde entonces, la propaganda de los soviéticos era que estos países podían, al igual que Rusia, dar el salto al socialismo sin necesidad de desarrollarse económicamente. La revolución iría de los países pobres y atrasados hacia los ricos, en un cauce distinto al pensado por Marx. África, Asía y América Latina pasaron a la vanguardia del proyecto socialista.
¿Hay en los últimos 150 años una alternativa a la dicotomía planteada por los populistas rusos entre libertad/individualismo vs. igualitarismo/justicia? ¿Se han construido sociedades igualitarias y justas sin acudir a las revoluciones inducidas por élites inhumanas y despóticas?
Como nos cuenta el norteamericano R. Gordon, la historia mundial tomó una ruta distinta. Entre 1870 y 1970 la vida de los trabajadores en los países con economías de mercado cambió profundamente y para bien. El ingenio de unos productores e inventores aunado a su capacidad de empresa transformó el mundo en beneficio no solo de los ricos y los dueños de empresas. Irónicamente, en las actividades que beneficiaron a la gran masa trabajadora fue donde se creó más riqueza, así como cientos de millones de empleos, cuyos salarios crecieron establemente a lo largo de cien años.
La economía de mercado tomó un flujo incesante de descubrimientos de la ciencia y los tradujo en patentes y tecnologías productivas que mejoraron el nivel de vida de toda la población. Algo que los socialistas y los pesimistas de los siglos XIX y XX no previeron. La eficiencia redujo los costos y logró el milagro de producir millones de unidades de una infinidad de productos, a precios cada vez más bajos, y las llevó a los hogares de los trabajadores.
La vida no solamente se volvió menos aburrida y brutal, sino más larga y saludable gracias a la impresionante mejora en la salubridad de las ciudades y a las medicinas. La máquina de combustión interna liberó a los caballos de ser una fuente de energía. El tren y los automóviles sacaron a la agricultura y al campo de su postración.
Permitieron llevarle a este insumos baratos y conectarlo con las ciudades.
El hogar del trabajador se conectó a las redes de agua corriente y filtrada, la red de alcantarillado separó las aguas hervidas y las llevó a plantas de tratamiento, la red de electricidad llenó a los hogares de aparatos, el gas abarató la preparación de alimentos y la calefacción, la red de comunicaciones hizo innecesario moverse para hablar con familiares o hacer negocios. Periódicos baratos informaban por igual al rico y al pobre, la radio y la televisión entretuvieron a todo el pueblo y le permitieron gozar de su propia cultura popular, que en sí misma se convirtió en una industria descomunal de música, películas, telenovelas, noticieros.
Si de igualitarismo se trata, el sistema de libre mercado y un Estado benefactor vencieron al socialismo, pero basados en la libertad de tener ideas y expresarlas, de patentar descubrimientos y masificar su uso, buscar socios, financiación y mercados, y crear prosperidad privada para el bienestar general.
En contraste, el populismo y el socialismo renegaron de la capacidad de empresa y del mercado, y condenaron a las familias a comprar cada vez menos y de peor calidad. Fue una espiral de desastre y pobreza. Nadie podía decir nada porque el aparato de inteligencia y terror estatal se hicieron contundentes. El empresario, el padre de familia y el trabajador pagaron impuestos para que una élite especializada en el terror militar y la estupidez económica los oprimiera. Solo la soberbia puede justificar regímenes como el cubano, el de Corea del Norte y el venezolano. Los otros se han ido desplomando o trasformando.
Las frases melosas del señor Gustavo Petro esconden este dilema para Colombia. Proponer, como él lo hace, comprar empresas y terrenos a diestra y siniestra, hace previsible una hiperinflación de deuda pública y una inflación de precios, una vez domine al banco Emisor. Empobrecería a todos para transferir riqueza a las manos del Gobierno. Para entonces, un aparato de terror, apoyado en 60 años de experiencia cubana, impedirían que nadie abra la boca y nadie más que ellos ganen una elección. Hoy, en las encuestas, uno de cada tres colombianos apoya esa vía. ¿Creen acaso en la retórica de la tierra prometida a cero costos?
La cura del populismo es un sistema económico que funcione, cree riqueza y la distribuya bien, y que se apoye en sistemas de política y justicia sanos. Eso es difícil de lograr, pero debemos persistir en buscarlo sin saltos ilusorios que nos manden al abismo.
JUAN CARLOS ECHEVERRY*
*Exministro de Hacienda
Especial para EL TIEMPO
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