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Pesadilla sin fin

La inmovilidad que aqueja a la autopista Sur adquiró ribetes dramáticos. Y las soluciones... lentas.

Editorial .
No le caben más epítetos a la situación que a diario afrontan 470.000 personas que se movilizan entre Bogotá y Soacha, al sur de la capital, entre las 5 a. m. y las 11 p. m. Y no se trata solo del valioso tiempo que pierden en los atascos, sino de las humillantes condiciones en que deben desplazarse trabajadores y estudiantes. Cuando el día aún no aclara, miles ya cuelgan –literalmente– de las puertas de microbuses viejos y destartalados que forman parte del transporte público que opera en la localidad vecina. Dos horas puede tardar una persona en llegar de ese sitio al centro de la gran urbe.
Esta mal llamada autopista es una de las entradas y salidas esenciales de Bogotá. Por allí se desplazan la carga proveniente del sur del país, buses intermunicipales y carros particulares, para un total de 146.000 vehículos: livianos (48 %), de transporte público (8 %), camiones (5 %), motos (34 %) y bicicletas (4 %). Sin incluir TransMilenio. Es un estado de cosas fomentado, entre otras causas, por el auge urbanístico de Soacha y sus alrededores en las últimas décadas. Su población ya asciende a más de un millón de personas. Y también porque es el trayecto para llegar a localidades como Bosa, la más densa de la ciudad.
El problema no es de ahora. Tampoco los debates en torno a las soluciones. La única que se ha concretado es una troncal de TransMilenio que termina en el sector de San Mateo. Unas 80.000 personas hacen uso del sistema, que resulta insuficiente ante la avalancha de usuarios que a diario reclaman por la calidad del servicio. Ríos de personas se observan en las horas pico, y, dada la escasez de buses rojos, no tienen más opción que acudir a los microbuses.

El carril de TransMilenio no lo respeta nadie: ni carros, ni microbuses, ni motos ni ciclistas. Así es muy difícil aliviar las cosas.

Pero las causas de semejante crisis no se reducen al estado del transporte colectivo. Hay una problemática de fondo, y es estructural: no hay vías. La Autosur se quedó corta –y angosta– para el parque automotor que hoy soporta y demanda. Los fines de semana, el asunto es más crítico. La única novedad reciente fue el envío de diez articulados adicionales para atender a la gente, un paño de agua tibia para lo que se necesita.
Otras soluciones de fondo, como la implementación de un tren de cercanías para aprovechar la línea férrea, son procesos que ni siquiera han entrado en etapa de diseño. Hasta se ha sugerido una autopista elevada, pero resulta inviable a estas alturas.
El otro ingrediente que no facilita las cosas es el comportamiento de la gente. Las imágenes reveladas por este medio dan cuenta de la matonería de varios conductores que, ante el denso tráfico en los carriles mixtos, invaden el espacio preferencial del sistema articulado, hasta que lo colapsan. No lo respeta nadie: ni carros, ni vehículos repartidores, ni motos ni ciclistas; todos terminan bloqueando los buses de TransMilenio. Y después vienen las protestas y el vandalismo contra quien menos culpa tiene.
La solución, como se ve, no es fácil. Ayudará, claro, la implementación de las fases II y III del sistema, que ya tienen diseños en detalle. Pero quienes sí podrían contribuir ya son los conductores y las autoridades de tránsito. Si cada uno asume con responsabilidad su civismo y el papel que le corresponde a la hora de impartir orden, es posible flanquear el muro de semejante pesadilla. De lo contrario, todos pierden.
editorial@eltiempo.com
Editorial .
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