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Editorial: Hay que unir esfuerzos

En lugar de extirpar el cáncer de la corrupción los dirigentes optan por enlodar a sus opositores.

Editorial .
No acaban las revelaciones en torno al escándalo de corrupción más grande en la historia de América Latina. A medida que pasan los días, surgen nuevas evidencias respecto a pagos ilegales hechos por la firma constructora Odebrecht y sus empresas en una docena de países, por una cuantía cercana a los 800 millones de dólares.
En la semana que termina, por ejemplo, se supo que la compañía brasileña aportó 3 millones de dólares a la campaña electoral de Ollanta Humala, quien en el 2011 resultó elegido presidente del Perú. A su vez, en Colombia un juez ordenó la detención preventiva del ingeniero Andrés Cardona, acusado por la Fiscalía de haber jugado un papel determinante para la adjudicación de un contrato firmado con la cuestionada sociedad durante la administración de Samuel Moreno Rojas en Bogotá.
Aunque en este último caso no se ha hablado de montos, las pesquisas de los investigadores deberían llegar a una cifra tarde o temprano. La suma se añadiría a los más de 11 millones de dólares, ya documentados, que fueron recibidos por el exviceministro Gabriel García y el exsenador Otto Bula, ambos privados de la libertad y en espera de un juicio.
Los episodios relatados han cimentado en la ciudadanía la percepción de que la transparencia y la probidad están dando marcha atrás en el territorio nacional. La creencia generalizada es que los presupuestos públicos se han convertido en una especie de bolsa que es repartida descaradamente entre dirigentes del Poder Ejecutivo y el Legislativo, en alianza con sus amigos del sector privado, sin que la justicia haga nada para impedirlo.
Tal impresión se ha acentuado por causa de la polarización política, que parece ir en franco aumento, estimulada por la cercanía de la carrera por la presidencia de la República, que se deberá definir en el primer semestre del próximo año. De una orilla a otra, dirigentes de todas las pelambres y banderas acusan a sus contradictores de corruptos, en la mayoría de los casos sin ninguna prueba que respalde sus afirmaciones.
Incluso, aquellos que están llamados a dar explicaciones aplican esa máxima del fútbol según la cual “la mejor defensa es el ataque”. El problema es que en más de una oportunidad se utilizan las artimañas del juego sucio, con lo que todo se vuelve una feria de codazos, zancadillas y patadas arteras.
Semejante nivel de pugnacidad no es necesariamente nuevo en la controversia política. La diferencia en esta ocasión es que cuando las imputaciones se combinan con hechos reales en que se ha comprobado la venalidad de uno o más funcionarios, la que sufre es la propia legitimidad de la democracia.
Y es que a punta de lanzarse barro, los contradictores acaban convenciendo al público de que aquí lo que abundan son ladrones de cuello blanco y nadie tiene la camisa limpia. Cuestionar la moralidad del contrario puede parecer efectivo, pero socava la creencia en las instituciones y expone a las sociedades al peligro de dar un salto al vacío.
Quien lo dude no tiene más que observar el caso de Venezuela, otrora ejemplo de vitalidad democrática. Sin desconocer los vicios que corroyeron a los partidos dominantes, la deslegitimación resultó ser de tal magnitud que un populista como Hugo Chávez llegó al poder montado en la ola del descontento, con las consecuencias conocidas. En mayor o menor grado, fenómenos similares determinaron el triunfo de la derecha en Hungría y Polonia, o de Donald Trump en Estados Unidos.
Ante los riesgos de esta espiral de acusaciones sin fin y ataques sin límite, es indispensable hacer un llamado a la sensatez de los dirigentes, empezando por los expresidentes de la República y las cabezas de las distintas colectividades. Aparte de moderar el tono, lo que les corresponde a nuestros líderes es sentarse a trabajar en reformas que permitan extirpar el cáncer de la corrupción, lo cual debe ser un propósito nacional.
Que la purificación de las costumbres es algo que se necesita con urgencia no tiene discusión. La labor de limpieza comienza con tirar a la basura las manzanas podridas y barrer la casa propia, antes de hablar de mugre en la ajena. Solo así el electorado recuperará la confianza en aquellos que aspiran a regir los destinos del país y podremos librarnos de un mal que se traduce en más pobreza, desigualdad, falta de oportunidades y violencia.
A la fecha, las mayores esperanzas del público están puestas en lo que puedan lograr Fiscalía, Procuraduría y Contraloría. Pero esos anhelos deben ser respaldados con reformas para que las conductas punibles no se repitan. Todavía está por verse si las bancadas que tienen representación en el Congreso entienden el tamaño del desafío que enfrentan y anteponen el bienestar de los colombianos a sus intereses electorales.
EL TIEMPO
Editorial .
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