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Curar la peor enfermedad

Impresionantes cifras de violación de menores obligan a actuar y preguntarse qué está pasando.

Editorial .
No es fácil digerir este titular: ‘Cada día del año pasado, 64 niños fueron sometidos a violencia sexual’. Fue la cifra más alta de las últimas dos décadas en este país, que ha tratado de librarse de un conflicto armado que ha deshumanizado a tantos desde hace más de medio siglo: hasta el mes de noviembre se habían hecho ya 24.532 exámenes forenses, era claro que había un incremento del 12,7 por ciento, según los informes del 2017, y se sabía a ciencia cierta que el 74,4 por ciento de los reportes correspondían a delitos sexuales cometidos contra las niñas.
Y, como un golpe a la esperanza, el primer día de este 2019, el país despertaba con la noticia terrible de que la menor Angie Lorena Nieto, de 12 años, había sido violada y asesinada por un vecino en Barranca de Upía, Meta.
Hay quienes aseguran que los aumentos en las cifras tienen que ver con que han crecido las denuncias y ha ido cediendo la cultura del silencio, pero la verdad es que, como dijo a EL TIEMPO la directora de la Fundación Afectos, Isabel Cuadros, el crecimiento del número de depredadores se encuentra relacionado con las nuevas tecnologías que escapan a la supervisión de los padres: está probado que los depredadores se valen de las redes sociales para emprender sus horrendas cacerías.
Tendría que ser una obviedad a estas alturas que dejar a los menores de edad solos en las redes es lo mismo que dejarlos solos en las calles, sin Dios ni ley. Pero también es hora de enfrentar con el corazón en la mano una de las verdades más duras de nuestra sociedad: que en casi la mitad de los casos de violencia sexual cometidos el año pasado –11.000 aproximadamente–, se descubrió que el verdugo formaba parte de la familia de la víctima.

La justicia pronta, la prevención institucional en salud y la educación tienen que ser freno frente a este drama

¿Qué puede estar pasando en la sociedad colombiana para que estos episodios brutales crezcan y crezcan, para que los hombres de acá se permitan a sí mismos violentar a las niñas y los niños indefensos que tienen a su cargo, para que no sirvan las leyes, ni las autoridades, ni los tabúes ni las enseñanzas morales como cercas que protejan a los menores de edad? ¿Cómo conseguir que calen los convincentes discursos a favor de la igualdad y las nuevas educaciones en procura de una cultura que proteja a la infancia como a su propia vida? ¿Qué hay detrás de esta facilidad para obrar el mal y de esta dificultad para tener las riendas de uno mismo?
Por un lado, la obscena impunidad, que alcanza el 98 por ciento en estos casos: no solo es ineficaz la justicia cuando el relato macabro de la violencia contra un niño no llega hasta los medios de comunicación –y se vuelve escándalo y crisis–, sino que el proceso, en repetidas ocasiones humillante y peligroso, empuja a la víctima a una especie de revictimización.
Por otro, se encuentra el atraso de una sociedad a la que le ha costado mucho sobreponerse a la costumbre de la violencia, alcanzar la solidaridad y superar ese machismo que ha convertido a los padres, a los tíos y a los abuelos en peligros latentes para sus familias: es esa sociedad la que tiene que parar ya y reeducarse. Y son la justicia pronta, la prevención institucional y en salud, y la educación en la compasión y la igualdad las que tienen que actuar y frenar este drama de consecuencias sociales impensables.
EDITORIAL
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Editorial .
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