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Si tan solo fuera cierto

Debemos desengañarnos de la idea de que más educación significa, mágicamente, menos corrupción.

Thierry Ways
Las marchas estudiantiles de la semana pasada nos recordaron la prioridad que debe tener la educación sobre todos los demás asuntos públicos. No hay persona informada que no sepa que la educación es la llave del progreso y la condición necesaria para el desarrollo. Todos sabemos que un pueblo que no invierta en educar a sus jóvenes está condenado al fracaso.
“Si tan solo fuera cierto”, replica Ricardo Hausmann. Para Hausmann, profesor de economía de la Universidad de Harvard, la evidencia empírica no respalda la idea de que la educación sea el secreto del crecimiento económico. “Los resultados son sorprendentemente decepcionantes”, dice. “Hay ‘algo’ que anda por ahí, y que no es la educación, que hace que la gente sea más productiva en algunos lugares que en otros. Para que una estrategia de crecimiento tenga éxito, se precisa descubrir en qué consiste ese ‘algo’ ”.
Hausmann se apoya en casos como el de China. “China empezó con menos educación que Túnez, México, Kenia o Irán en 1960, y había progresado menos que esos países para 2010. No obstante, en términos de crecimiento económico, los aventajó a todos de manera estrepitosa”.

No quiero decir con esto que la educación no importa. Claro que importa. Eleva al individuo, le da herramientas para entender el mundo

A nivel individual también es así. Los jóvenes recién egresados de la universidad pronto descubren que las empresas valoran más la experiencia que los títulos. La mayoría de las habilidades que demanda el mercado laboral se adquieren en el trabajo, no en las aulas. Por eso, firmas tan sofisticadas como Google, Apple e IBM hoy se fijan menos en la preparación académica de sus futuros empleados que en el conocimiento práctico que demuestre el candidato. Otras empresas les están siguiendo el paso, por lo que la tendencia a contratar por habilidades más que por diplomas se extenderá en los próximos años.
Intuitivamente, todos sabemos que la educación no explica ciertos desenlaces. Al pilo del curso no siempre le va mejor que al vago. Y un profesional de un oficio como, por ejemplo, albañilería, jardinería o mecánica, considerados de bajo nivel académico en Colombia, puede, si logra emigrar a EE. UU., mejorar sus ingresos dramáticamente sin estudiar nada nuevo. Factores distintos a la educación inciden en el resultado.
También debemos desengañarnos de la idea de que más educación significa, mágicamente, menos corrupción. Rusia es el segundo país del mundo con mayor proporción de personas con título universitario. En materia de corrupción, sin embargo, Transparencia Internacional la sitúa cerca de México, Nicaragua y Bangladés. Y no nos vayamos tan lejos: ¿acaso los grandes capos de la podredumbre nacional no han salido de los mejores colegios y universidades del país y, en algunos casos, del mundo?
No quiero decir con esto que la educación no importa. Claro que importa. De hecho, es tan valiosa para el desarrollo humano que debemos proveerla no porque sea instrumental para el crecimiento económico u otras metas materiales, sino porque es una obligación moral hacerlo. La educación eleva al individuo, le da herramientas para entender el mundo, tomar mejores decisiones y disfrutar más plenamente de la existencia. Al igual que la vida o el arte, tiene valor intrínseco.
Pero su papel en el desarrollo de las naciones es menos convincente. “Para cada problema complejo hay una respuesta clara, simple y equivocada”, satirizaba el ‘sabio de Baltimore’, H. L. Mencken. La educación es atractiva porque promete una fórmula mágica e indolora para el endiablado problema del subdesarrollo, un remedio único para todas las regiones y todos los contextos. Basta con que le inyectemos ingentes recursos a la educación pública para que, abracadabra, disminuya la pobreza, despegue la economía y desaparezca la corrupción.
Si tan solo fuera cierto.
THIERRY WAYS
@tways / @tde@thierryw.net
Thierry Ways
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