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Ni compartir calzada

Los extremistas, los intransigentes, los radicales se la están poniendo en bandeja a los violentos.

Thierry Ways
Creería uno que hay pocas cosas menos discutibles que una manifestación contra el terrorismo después de un atentado que ha dejado más de 20 muertos. Pues no: en la alberca de pirañas en que se ha convertido Colombia, no bien se anunciaba la marcha del domingo cuando ya la ciudadanía se dividía en las dos categorías rabiosas que copan el debate político: uribistas y antiuribistas, petristas y antipetristas, izquierda y derecha, lo de siempre. Hubo hasta quienes insinuaron que la bomba había sido colocada por la derecha para extender una (literal) cortina de humo sobre el sonado caso de corrupción de la multinacional brasilera Odebrecht.
Luego, el Eln reivindicaría el atentado, y los creyentes en el oscuro complot derechista tendrían que guardar la maquinita de fabricar teorías conspirativas para una próxima ocasión. Aunque, en realidad, la admisión de responsabilidad por esa guerrilla fue la lavada de manos más olímpica que se haya visto desde tiempos del prefecto Poncio Pilato. Por un lado, reconocieron la autoría del acto terrorista –aunque invocando un desconocido “derecho de la guerra” para justificarlo–. Por otro lado, el jefe negociador del Eln en Cuba, Pablo Beltrán, sostuvo que ni él ni el Comando Central de la organización sabían de la bomba. “Los planes de los frentes nuestros en Colombia... no (SON) de nuestra incumbencia”, dijo. ¿Saben de la incumbencia de quién sí eran? De la de 20 cadetes que ya no están con nosotros y sus familias.

La mera sospecha de que la contraparte pudiera obtener algún rédito político de la protesta bastaba para que el rechazo al terrorismo pasara a un segundo plano.

Tristemente, la reacción de la sociedad colombiana no fue menos ambivalente. Ni la admisión de responsabilidad del grupo guerrillero sirvió para unir a las barras bravas y, en cambio, durante el fin de semana, el país vivió uno de los capítulos más vergonzantes de estos tiempos de sobra vergonzantes: constatamos que no podemos ponernos de acuerdo ni siquiera en algo tan elemental como que poner bombas está mal. La mera sospecha de que la contraparte pudiera obtener algún rédito político de la protesta bastaba para que el rechazo al terrorismo pasara a un segundo plano. “¡No marcho con uribistas!”, gritaban del lado izquierdo de la gallera. Mientras que algunos del lado derecho agredían verbal y hasta físicamente a sus contradictores.
Fue así como, tras el atentado más sangriento que ha sufrido el país desde el carro bomba en el club El Nogal en 2003, desperdiciamos la oportunidad de descubrir si aún existen cosas que nos hermanen.
Casi sin excepción, los que rechazaban participar en las marchas del domingo por no “hacerle el juego a la derecha” son los mismos que van por ahí pregonando su amor por “la paz” y “la democracia”. Sitúo esas palabras entre comillas porque está claro que no quieren decir para ellos lo que quieren decir para los redactores de diccionarios. La paz y la democracia consisten, precisamente, en compartir espacios con quienes piensan distinto que uno, incluso con quienes piensan muy distinto. Incluso, por ejemplo, con quienes abogan por una salida puramente militar al conflicto (entre quienes no me incluyo). ¿Si no son capaces de marchar al lado de sus adversarios ideológicos por un bien superior, de qué paz y de qué democracia hablan? Se les vio el plumero, como dicen en la madre patria.
El verdadero enemigo en todo este salvaje episodio –es increíble que haya que decirlo– es el Eln, no los polarizados de lado y lado del espectro político. Pero los extremistas, los intransigentes, los radicales que no toleran ni compartir calzada con sus rivales, se la están poniendo en bandeja a los violentos. Después de este domingo, cualquier grupo armado sabe que, si quiere profundizar las divisiones de nuestra sociedad, la tiene sumamente fácil. Basta con que sigan poniendo bombas, nosotros nos encargamos del resto.
@tways / tde@thierryw.net
Thierry Ways
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