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La insoportable levedad de la red

El abaratamiento de la posteridad es el resultado de que hoy las cosas pasen más rápido.

Thierry Ways
Nueve años sin el ‘rey del pop’. ¿Nueve ya? Sí, el 25 de junio de 2009, por una sobredosis de tranquilizantes, falleció Michael Jackson, para muchos el mayor artista de su género de todos los tiempos.
Desde entonces se han ido otros grandes de la música, el cine o los deportes, figuras como David Bowie o Mohamed Alí o Diomedes Díaz, que marcaron las vidas de las personas de mi generación: una generación a caballo entre la era preinternet, la de grandes medios de comunicación centralizados, y la era actual, la de la comunicación descentralizada gracias a la red global.
Subrayo ese hecho porque solo quien haya vivido el antes y el después notará que la posteridad es una de las cosas que han cambiado en la era digital. Una muerte notable solía marcar la memoria colectiva de una generación, al punto de que mucha gente se acuerda de lo que estaba haciendo en el instante preciso en que se enteró del deceso de Elvis Presley, John F. Kennedy o Luis Carlos Galán.
¿Nos acordamos hoy de qué hacíamos cuando nos encontró la noticia del fallecimiento de Michael Jackson o de Gabriel García Márquez? Es probable que no, entre otras cosas porque es probable que no nos hayamos enterado por la llamada de un amigo compungido o por la voz grave de un locutor de radio o de TV, sino por una notificación en una red social como Facebook o Twitter. Una experiencia carente de toda distinción, que no se destaca del flujo de la vida moderna, pues esta última consiste, justamente y cada vez más, en la misma experiencia indistinta de estar enchufado a la red.

¿Nos acordamos hoy de qué hacíamos cuando nos encontró la noticia del fallecimiento de Michael Jackson o de Gabriel García Márquez?

La banalización de la muerte, o, más exactamente, el abaratamiento de la posteridad, es el resultado de que hoy las cosas pasen más rápido y dejen menos huella en el inconsciente colectivo. Eso hace más difícil la construcción de referentes culturales compartidos, contribuyendo así a la fragmentación social. Y, como todo fenómeno, es la cara o sello de otro fenómeno al que está inseparablemente ligado. Que en este caso es el abaratamiento, análogo y paralelo, de la fama o el renombre. La facilidad con la que se levantan –y se destruyen– reputaciones. A veces en cuestión de minutos.
Unos hinchas colombianos meten aguardiente de contrabando en un estadio en Rusia; otros se burlan canallamente de unas turistas japonesas; ambos se convierten de inmediato en el tema del momento. Se editorializa al respecto, se escriben columnas de prensa, las tertulias radiales se ocupan del quebranto al prestigio nacional. Tan cruciales asuntos, sin embargo, desaparecerán –ya lo hicieron– tan pronto aparezca la próxima cause célèbre, el nuevo incidente de relumbrón que excite a las masas hiperconectadas y les suministre el siguiente jeringazo de agitación pasajera que cada quien anda persiguiendo en la red.
El organismo humano tiene límites: hay cargas que no podemos levantar y distancias que no podemos recorrer. ¿Por qué habría de ser distinto con la velocidad de los acontecimientos? Quizá haya un límite tras del cual nuestro aparato cognitivo pierde la capacidad de asir adecuadamente la realidad y construir un relato coherente de lo que sucede a nuestro alrededor.
Tal vez estemos cerca de ese límite. Quizá por eso el luto de los grandes muertos hoy dura menos que antes, y pesa menos su posteridad. Son reemplazados casi enseguida en nuestra atención por nuevos hechos, nuevas caras, nuevas distracciones. Sus tumbas se rellenan demasiado pronto. El cancionero popular enseña que el aguardiente se usa para olvidar (la derrota en el partido contra Japón, por ejemplo), y al ‘rey del pop’ lo durmió para siempre el propofol, una droga que induce el coma y la amnesia. Me temo que a nuestra civilización las redes sociales le están causando el mismo efecto.
THIERRY WAYS
tde@thierryw.net
Thierry Ways
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