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Bienvenidos al futuro

Aunque la ambientación sea otra, el mundo de hoy sí se parece a los ensueños de la ciencia ficción.

Thierry Ways
Para los amantes de la ciencia ficción, 2019 no es un año cualquiera, sino aquel en el cual transcurre Blade Runner, una de las películas imprescindibles del género. Hay fechas así, que la cultura dota de resonancias simbólicas. Para muchos nacidos en el siglo XX, por ejemplo, el año 2000, con su alteración de los cuatro dígitos del calendario, representaba el horizonte de la modernidad. ¡Cuántos prodigios traería el nuevo milenio! Pero en 1982, cuando se estrenó Blade Runner, el 2000 estaba casi a la vuelta de la esquina; se necesitaba más tiempo para que ocurrieran todas las cosas que vaticinaba la cinta. Diecinueve abriles adicionales debieron parecerles a los guionistas un plazo sensato.
El argumento gira alrededor de la caza de cuatro ‘replicantes’ que el detective Deckard, interpretado por Harrison Ford, debe encontrar y destruir. Los replicantes son androides casi indistinguibles de los seres humanos; son conscientes, tienen recuerdos artificiales implantados en la memoria y se sienten vivos, como personas reales. Todo ocurre en una Los Ángeles renegrida y lluviosa, con monstruosos rascacielos que ocultan el sol. La atmósfera es oscura y opresiva. Siniestras corporaciones controlan el mundo, y algún cataclismo ecológico acabó con todos los animales.
Este martes primero de enero, un día soleado en el Caribe, estaba mirando el mar desde un quinto piso, pensando en lo poco que 2019 se parecía al 2019 de Blade Runner, cuando, de repente, al otro lado de la ventana, apareció un pequeño dron con sus cuatro hélices girando sigilosas y su cámara apuntada directamente al interior de mi sala. Permaneció flotando frente a mí unos segundos –demasiados, sentí– y salió volando en otra dirección.
Dudo que el objetivo de la nave fuera espiar mi específica intimidad. Si así fuera, y si el pajarillo cibernético hubiera sido consciente, como un replicante, muy pronto habría caído al suelo, sus baterías agotadas por el aburrimiento. Seguro no era más que alguien divirtiéndose con su regalo de Navidad. Pero el encuentro con ese ojo entrometido me sustrajo de mis remembranzas de detectives y androides para dejarme claro que, aunque la ambientación sea distinta, el mundo de hoy sí se parece, y no en poco, a los ensueños de la ciencia ficción. O a sus pesadillas.
Otro referente indispensable de estos tiempos, la serie de TV Black Mirror, ha expuesto, por sus paralelos con el mundo real, en cuánto nos parecemos ya a nuestros temores futuristas. Como en la serie, la popularidad en redes sociales se ha convertido en indicador de estatus social. Nuestras vivencias, y hasta lo que vemos y escuchamos, están quedando almacenadas en gigantescas bases de datos, bajo la supervisión de quién sabe quién. La China, que ya supera la ficción, está construyendo un aterrador sistema de ‘crédito social’ que califica a cada ciudadano según su buen o mal comportamiento, y decide qué tipos de trabajos puede ejercer y si tiene derecho a viajar en tren o en avión. Y aunque aún no hemos elegido a un monigote virtual para un cargo público, la insatisfacción globalizada contra ‘el sistema’ garantiza que llevaremos a más de un monigote de carne y hueso al poder.
Pero vuelvo a mi ave-robot, con la que solo intercambié una mirada fugaz, un segundo de perplejidad. De no haber servido de punto de partida para estas reflexiones, la habría olvidado, como las memorias de Roy, uno de los replicantes, cuyos recuerdos, dice antes de morir, “se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”. En cambio, el incidente fue un brusco recordatorio de que las historias de un futuro distópico ya no son ficciones cautelares, sino realidades cotidianas. Un anuncio menos que auspicioso, pero quizá pertinente, para el primer día del mítico año 2019.
@tways / tde@thierryw.net
Thierry Ways
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