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Dispongan de mi visa a EE. UU.

México no es Norteamérica, como creía, pero tampoco se siente de los nuestros.

Este domingo hubo marchas en México contra Donald Trump. Espero que hayan sido estruendosamente masivas; que Peña Nieto no las haya politizado para mejorar su pésima imagen; que hayan sido un apabullante gesto de dignidad contra el racismo, la arbitrariedad y la humillación.
Protestas similares deberían replicarse en toda América Latina porque del Río Grande a la Patagonia somos iguales, más allá del discurso romántico de lengua y origen. Somos hijos del saqueo, propio y foráneo; vivimos perplejos, oprimidos por nosotros mismos; hambrientos de pan, pero más de justicia. Acomplejados del subdesarrollo; de estar en occidente, según dicta la cartografía, pero de no estarlo en los imaginarios ni gozar de membresía real. El muro de Trump no rechaza a México; nos rechaza a todos.
Pero esas protestas no se van a ver, y si se ven no serán multitudinarias. En América Latina estamos lejísimos de una conciencia común, de un proyecto real de unidad más allá de la falsa integración económica, que pone de acuerdo a los ricos de cada país para ayudarse en sus intereses, y de la demagogia provisional en las ferias culturales, o los oportunistas discursos políticos del socialismo del siglo XXI. La paradoja es que México es, en buena medida, responsable de ese pobre destino común. Y por varias cosas.
Su nacionalismo feroz le sirvió más o menos como resistencia hacia el vecino del norte, que tanto lo vapuleó y maltrató en el siglo XIX, pero también lo alejó del resto de América por una convicción de superioridad malsana, de desdén hacia los de abajo y de reconocerse mejor y distinto. México era nuestro referente en la literatura, en el cine, en la canción popular, en la TV, en el cosmopolitismo que puede alcanzar un pueblo latino; todos éramos México, pero necesitábamos permiso para ir allá. Y muchos recordarán en Colombia cuán denigrante era pedir esa visa en la embajada en Bogotá, por maltrato, por desprecio.
Cuando yo era niño aprendí en el colegio, con los jesuitas, que México era Centroamérica. Luego fui creciendo y nunca supe si hubo algo mal en mi geografía básica, o México se volvió Norteamérica, sin duda un mejor vecindario. Y qué mal se ha portado México con los centroamericanos.
En ‘La fila india’, gran novela del mexicano Antonio Ortuño, se examina el tema de los ilegales hondureños, guatemaltecos, nicaragüenses, que entran cada año a México por decenas de miles, en pos del sueño americano. Pero Ortuño no pretende explicar ese triste fenómeno, que ya el periodismo ha abordado inclusive con trabajos tan buenos como el del salvadoreño Óscar Martínez. Él quiere poner el dedo en la llaga y mostrar la ironía de un México que alza su voz airada contra el racismo gringo, y a la vez se comporta como verdugo implacable de unos inmigrantes con los que no existen grandes diferencias culturales, ni étnicas, ni sociales.
No hay cifras; no puede haberlas, pero varias ONG hablan de entre cincuenta y cien mil centroamericanos que entraron a México y nunca llegaron a Estados Unidos. Desaparecieron, y la mayoría debe haber muerto. Algún día, por humanidad, por justicia, por verdad, los mexicanos deberán explicarle al mundo sobre esas fosas comunes donde terminaron quién sabe cuántos latinoamericanos pobres y desesperados.
Decía Jorge Castañeda en ‘The New York Times’ hace dos semanas que el problema de México es que puso todos sus huevos en la misma canasta, que es la canasta norteamericana. Así es, pero no solo en el campo económico, sino en todo el resto, en sus expectativas como sociedad, en su derrotero cultural, en su lugar en el mundo. Ahora Trump les recuerda con un bofetón, varios bofetones, que no son Norteamérica.
Y hoy están solos porque le hicieron el feo a su verdadero sitio en el mundo, por raíz, por sangre, por lengua, por esencia. Ese camino ya lo vivió Argentina hace 35 años, cuando luego de más de un siglo de proclamar que eran “europeos en el exilio”, que poco tenían que ver con sus vecinos de arriba, la Gran Bretaña se encargó, en unas pocas semanas, del bofetón para ellos en las islas Malvinas, y la Europa de la que creían ser familiares cercanos les recordó que eran parte del tercer mundo. Y América Latina, salvo Perú que puso a disposición hasta aviones y personal militar, se quedó callada. Hoy Argentina sigue sin encontrarse, y de ahí su crisis de más de medio siglo.
Yo no sé si esta América nuestra, si el mundo, ha dimensionado en verdad el tremendo atropello, el ultraje mayor, el racismo extremo de hacer un muro con el criterio de que lo que queda fuera es criminal, es indeseable. Además, con el enorme descaro de hacer pagar a los que quedan fuera por su construcción.
Yo no quiero convocar a marchas, ni buscar firmas ni hacer manifiestos. Nunca he sido un sindicalista, ni un agitador ni un cabecilla de nada, y tampoco creo en esas manifestaciones concertadas entre intelectuales, académicos, escritores que prometen vetos o autoexilios. Ya lo hicimos cuando el gobierno español; por ir tras su sueño europeo, nos exigió visa a los colombianos, y creo que nadie cumplió esa promesa de no volver a España.
Tampoco soy antiyanqui, y de alguna manera me llena de ilusión ver que sí hay una resistencia a Trump, combatiente, activa, y no solo en el mundo del espectáculo y la cultura, sino en la Corte, en los empresarios, en varias ciudades, en California. En lo que a mí compete, no deseo regresar a ese país mientras sea gobernado por un personaje tan abominable. Yo soy uno de los que quiere quedarse por fuera del muro.
SERGIO OCAMPO MADRID
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