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Por el mutuo respeto

Entre poderse decir todo o no poderse decir nada, es preferible lo primero; pero hay límites.

No hay personaje público en Colombia más matoneado que Álvaro Uribe. Es objeto de una estrategia que pretende manchar, difamar y menoscabar su buen nombre en perjuicio de sus intereses políticos y que se exacerba en momentos coyunturales como el que vivimos en la antesala de unas elecciones en que la extrema izquierda busca dar un paso definitivo en la toma del poder.
La técnica es simple: decenas de malquerientes lo hostigan sin cesar con toda clase de calumnias e injurias en cantidad y vulgaridad suficientes como para sacarle el gamín al papa Francisco, a fin de que muerda el anzuelo. Una vez resbala en la cascarita y revienta con algo que pueda ser calificado de ‘inaceptable’, le arman un escándalo mayúsculo, así se trate de una nimiedad que en otras carnitas no merecería la menor atención.
Por supuesto que llamar “violador de niños” a un celebérrimo periodista era un papayazo que sus contradictores ni se imaginaban y, dicho a secas es una temeridad. Sin embargo, bien sabemos que se trataba de una referencia a la columna sobre la hija de Paloma Valencia, pues en las redes sociales se había hablado suficientemente del atropello del que fue víctima. Es que el verbo ‘violar’ no se refiere solo al acceso carnal.
Habría que menospreciar la evidente agudeza de Samper Ospina para creer que no sabe lo que hace. No en vano, Harold Alvarado Tenorio dice que “es quizás el más audaz, cruel y perverso de los libelistas colombianos desde los mismos tiempos de Vargas Vila. Nadie como él, con un cinismo ejemplar, ha rociado sal en las heridas de la fealdad, vicios, defectos físicos y morales, de su clase social” (Las 2 Orillas, 18/8/2013).

Quienes insultan no pueden posar de víctimas y exigir respeto. Para demandar respeto hay que merecerlo, y todos nos debemos comportar con altura

Para Carolina Sanín, sus escritos se caracterizan por el “mal gusto”, los “chistes chocantes”, los “insultos” y el “tono irrespetuoso”, y el suyo es “el humor del montador del curso que cuenta con que sus amigotes se reirán socarronamente de cualquier donaire que se le ocurra”. Se trata de un “pornógrafo light (...) dedicado a fomentar la explotación del cuerpo femenino (...) que es estandarte de la traquetización en Colombia” (El Malpensante, 10/2008).
Valga anotar que el Gimnasio Moderno lo obligó a renunciar al Consejo Directivo de esa institución por considerar que el contenido de Soho era incompatible con el carácter pedagógico del plantel (EL TIEMPO, 21/9/2006). Y que los desnudos de menores ahí publicados probablemente violan el Código Penal.
Como expresión de su liberalidad, Samper Ospina –y otros de su especie– ha hecho de su trabajo una persecución disfrazada de humor; lo suyo no es periodismo, sino una velada acción política amparada en el derecho a la libre expresión. Basta con ver que, según Rafael Guarín (Semana.com, 17/7/2017), el 71 por ciento de las columnas de Samper Ospina en el último año (37 columnas de 52) “mencionan directamente a Álvaro Uribe y un número muy alto se refieren al Centro Democrático”. Y no son, propiamente, halagos. Es sarcasmo, mordacidad y escarnio.
Entre poderse decir todo o no poderse decir nada, es preferible lo primero, pero no deja de ser crucial el asunto de los límites. La masacre de Charlie Hebdo dividió opiniones entre quienes afirman que el derecho de expresión termina donde comienzan los derechos de los otros, y los que no creen que haya que condicionarse por criterios morales o éticos ni que haya temas que no se puedan tocar. Suponen que el humor lo permite todo y argumentan que quien se ofenda es porque carece de sentido del humor, todo un esperpento antijurídico.
Quienes insultan no pueden posar de víctimas y exigir respeto. Para demandar respeto hay que merecerlo, y todos nos debemos comportar con altura. Ni los bufones están por encima de la ley.
SAÚL HERNÁNDEZ BOLÍVAR
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