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Nueva Zelanda: medios y violencia

El discurso racista y discriminatorio en los medios tradicionales está dejando de ser marginal.

La semana pasada, un supremacista blanco australiano asesinó a 50 personas en dos mezquitas de la ciudad de Christchurch, en Nueva Zelanda. El perpetrador difundió su manifiesto supremacista en redes y transmitió en vivo la masacre por Facebook, poniendo otra vez sobre el tapete, pero de una forma mucho más evidente y preocupante, el papel que las redes sociales juegan en la gestación de la violencia y el terrorismo motivados por el odio racial.
Para empezar, es preciso decir que en este tema, esa dicotomía entre los medios de comunicación tradicionales –‘los buenos’– y los medios nuevos o redes sociales –‘los malos’– es inválida. Ambos tipos de medios han incitado a estas formas de violencia y las han reproducido más o menos explícitamente, si bien lo hacen de formas distintas. En esta historia, tristemente, no hay ‘buenos’.
De un lado, los medios tradicionales –particularmente los de derecha–, bajo el manto de la libertad de expresión, se permiten el uso y la reproducción cada vez más frecuente de los discursos de odio que deshumanizan a los otros, a los ‘diferentes’, y, por tanto, facilitan y promueven el uso de la violencia en contra de ellos.

El problema yace en que las derechas y sus medios han descubierto que incentivar el miedo al otro, al migrante, da excelentes réditos en materia electoral.

El discurso racista y discriminatorio en los medios tradicionales está dejando de ser marginal, se está convirtiendo en norma y, además, está comulgando con el fanatismo del establecimiento político de derecha. Desde hacía meses se venía advirtiendo un incremento en la retórica antiislámica y antirrefugiados de la clase política australiana y la forma como la difundieron los medios.
De otro lado, las redes sociales permiten el aislamiento de estos individuos frente a ideas que desafíen su odio y su extremismo, y los hunden en las profundidades de comunidades virtuales en las que predominan el que más odie y el que más dispuesto esté a convertir su odio en exterminación. Las redes empujan a los individuos a caer en una visión de túnel sobre los temas raciales cada vez más estrecha y menos tolerante, los aísla y los hace cada vez más proclives a la intolerancia.
Paradójicamente, estas redes son los altavoces y magnificadores de esta violencia: por mucho esfuerzo que se ha hecho, no se han logrado erradicar de las redes las imágenes de la masacre en Christchurch que transmitió en vivo el perpetrador. Y, para colmo, algunos canales de televisión las reprodujeron.
Así las cosas, los medios tradicionales, en vez de constituirse en contrapeso de los discursos de odio de las redes, en vez de promover los intercambios de ideas que apoyen la construcción de una sociedad diversa e incluyente, y en vez de promover una cultura política despojada de violencia, más bien ayudan a retroalimentar y fortalecer la perversa espiral de odio de las redes sociales.
El problema yace en que las derechas y sus medios han descubierto que incentivar el miedo al otro, al migrante, da excelentes réditos en materia electoral. El incremento de los flujos migratorios en buena parte del primer mundo ha sido un inmejorable caldo de cultivo para activar ese miedo y traducirlo en votos. El asunto es que los discursos de odio racial y étnico no solamente activan comportamientos políticos, también activan y estimulan comportamientos violentos.
Pero, frente a esto, las derechas extremas se rehúsan a hacerse responsables y siguen acudiendo a la libertad de expresión y a la necesidad de emanciparnos del yugo liberal de lo ‘políticamente correcto’. Semejante honestidad está envalentonando y habilitando el extremismo. Bajo la premisa equivocada de que lo que se dice tiene poco o ningún impacto sobre lo que se hace, el flujo de ideas que incitan al odio, a deshumanizar y a acabar con el otro es cada vez más libre, más común y, por tanto, más peligroso.
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