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Desintoxicación

Quien se ha vuelto adicto al odio no lee las historias, sino los titulares.

Favor leer dos veces la siguiente frase: hay colombianos que piensan que el desarme de las Farc es una mala noticia.
¿En qué Colombia paralela puede darse semejante proeza? ¿Por qué para ciertos ciudadanos la entrega de miles de armas no es una victoria de nuestra democracia, sino, solamente, la prueba reina de que las Farc fueron agentes del horror? ¿Qué está pasando por dentro de una persona que desprecia el fin de una guerra? Quizás está sucediendo la sospecha de que esta paz verificada es también un triunfo de la guerrilla, tal vez la certeza infundada de que el castigo a “esos bandidos” no será ejemplar, de pronto la convicción de que sigue ahora –en el orden del día del Apocalipsis– la tan temida “ve-ne-zo-la-ni-za-ción” del país: “¡ahí vienen los rusos!”. Pero sin duda alguna está ocurriendo el odio.
Odiar es más claro. Odiar es más fácil. Odiar define, compromete, aviva, pero también intoxica. No hace mucho, a finales del año pasado para seguir siendo imprecisos, investigadores del laboratorio de neurobiología del University College de Londres comprobaron –pues todos los dichos populares serán demostrados por la ciencia– que el amor y el odio comparten un par de estructuras cerebrales: el amor desactiva ciertas regiones del cerebro para echar a andar sus ficciones, y el odio las activa, como despejando el horizonte, para urdir sus venganzas despiadadas, pero puede convertirse en una búsqueda patológica, en una esclavitud, en una adicción como cualquiera: la “odiopatía”, sí, que se satisface en los rumores, en las redes sociales, en los fundamentalismos.

¿Por qué para ciertos ciudadanos la entrega de miles de armas no es una victoria de nuestra democracia, sino, solamente, la prueba reina de que las Farc fueron agentes del horror?

Quien se ha vuelto adicto al odio no lee las historias, sino los titulares. Siempre está confirmando sus sospechas. No vota: se venga. Generaliza, “fachos”, “mamertos”, “uribistas”, “santistas”, porque es más fácil aniquilar a quienes no tienen nombre ni apellido.
Hubo una vez un puñado de guerrilleros sobrevivientes de “La Violencia”, que en 1964, luego de un pacto de paz traicionado por el Estado del Frente Nacional, se alzaron en armas en las montañas del Tolima: 53 años más tarde, después de combinar todas las formas de lucha para alcanzar poco más que una violencia sin comillas, ni ortografías eufemísticas –después de participar en vano en varios procesos de paz con varios gobiernos extraviados, después de ser testigos del exterminio de su propio partido, después de perderse una Asamblea Constituyente, de hacer el papel del enemigo en la farsa del establecimiento y de justificar el secuestro, el tráfico de drogas y la extorsión para atizar la tragedia–, se encuentran a punto de entregar las últimas armas en su posesión a ver qué tan capaces somos todos de vivir en el mismo país.
Pero quien lea este párrafo con odio no notará que es un párrafo contra las Farc: un párrafo que se refiere a su desarme como un triunfo histórico sobre nuestras violencias.
Quedan cuatro días para que estén todas las armas de las Farc en manos de los verificadores de la ONU: cuatro días nomás. Sigue, en el orden del día, desintoxicarse: sí, irrita que Márquez el exguerrillero empiece a ser Márquez el político con un par de ataques a la libertad de expresión, desespera la mediocridad insolente de tantos gobernantes de ahora, indigna que el Congreso siga consintiendo el ausentismo de los congresistas, enfurece que en una sola frase aquel concejal trivialice tanto la violencia contra la mujer como la cultura de la ilegalidad –enerva, en suma, nuestra actual banalización del despotismo, de la politiquería, de la corrupción, del delito: estamos listos para la llegada de otro falso mesías–, pero hay que librarse de esta adicción al odio porque los zánganos del poder cuentan con ella para 2018.
RICARDO SILVA ROMERO
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