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Chisperos

Aquí, donde todo Caín se considera Abel, el reto sigue siendo dejar en paz a todos los electores.

¿Y si se nos está yendo la vida, y esta campaña, viendo solo lo que queremos ver? ¿Y si nuestra idea de paz aún es “cambiar de víctimas”? En el diccionario de colombianismos de fray Julio Tobón, de 1953, el académico de la lengua de El Carmen de Viboral define “chulavitas” —los agentes conservadores de la Violencia— así: “Esta voz viene de una vereda de la población boyacense de Boavita, y para algunos es sinónimo de criminal, pero para la mayoría de los colombianos significa valiente, integérrimo, fiel defensor de la Religión y de la Patria”. Por supuesto, 65 años después Colombia no solo está plagada de pruebas, sino contagiada de las atrocidades cometidas por los sanguinarios chulavitas: el repertorio de la crueldad. Pero no sobra recordar que en el 53 la mitad del país juraba por Dios que aquella policía estaba cumpliendo con su deber.
Dice Woody Allen en la comedia 'Deconstructing Harry': “Compartimos una verdad: que nuestras vidas dependen de cómo elegimos distorsionarlas”.

Algunos son incapaces de considerar la posibilidad de que no hay maldad ni estupidez ni cobardía en el hecho de no votar por su candidato.

Y en campaña se agrava. Por estos días es común e increíble que valiosos críticos del uribismo —perdidos en el mismo delirio que han condenado— reduzcan a toda la prensa colombiana a un ente corrupto vendido al peor postor, sepan mejor que usted lo que usted está pensando, sean incapaces de considerar la posibilidad de que no hay maldad ni estupidez ni cobardía en el hecho de no votar por su candidato, defiendan sin ruborizarse la tesis de que su presidente sí puede pasar por encima de un alcalde, sin deshonrar la democracia ni caer en el “Estado de opinión” uribista en el proceso, porque él sí está interpretando al pueblo, y amenacen con las tildes que les pondrán a las íes a partir del miércoles 8 de agosto: refundarán la patria, pero con otras palabras.
Por recomendación de un amigo —que sí existe— acabo de leer una oportuna investigación de la revista Public Opinion Quarterly en la que los profesores P. J. Henry y Jaime Napier, de NYU, concluyen que la vida académica puede acrecentar los prejuicios negativos y los ataques histéricos contra los oponentes ideológicos. Y sí: se ve.
Por obra y gracia de la campaña —y he aquí un problema: hoy, en los días de las redes, vivimos en campaña—, los odios se parecen a sus dueños, “el pueblo” es ese veintipico o treintipico por ciento que piensa como uno, miles de criollos sensatos repiten “vamos a recobrar el poder que nos quitaron hace doscientos años”, demócratas probados pasan de ver señales de despotismo a justificar maniobras de dictadura, analistas serísimos concluyen que la única manera de que su candidato pierda es que haya fraude como convirtiéndose en aquellos adalides del “no” que juraban que el Gobierno iba a robarles el plebiscito, como reduciéndose a sí mismos a lo que el diccionario de fray Julio Tobón llama “chispero”: “El que alarma con noticias anónimas o falsas”.
Siento decirlo a estas alturas del lío. Pero cada vez veo menos claro qué va a pasar el 27. Sé mi voto. Sé que jamás votaría por un Duque: por lo que lo empuja, lo que lo rodea, lo que avala y lo que propone. Y, sin embargo, creo que la moraleja de esta campaña tendría que ser que aquí en Colombia, donde todo Caín se considera Abel, el reto sigue siendo dejar en paz a todos los electores —y escuchar, sin condescendencia de adultos, su versión de la historia— si están del lado de la ley. Toda obra nos saldrá chueca mientras sigamos fracasando en esa tarea: la de dejar en paz al que esté en paz. Y mientras no reconozcamos nuestra parte del delirio, y mientras la propia violencia sea el enemigo y crezca el menosprecio a “el pueblo” de los rivales, seguiremos gritando “fraude” —“chocorazo”, según el fraile— hasta el siguiente casting de mesías.
RICARDO SILVA ROMERO
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