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Catástrofe

El país está en crisis, pero hay que tener cuidado a la hora de usar esa palabra: ‘catástrofe’.

Ricardo Silva Romero
No es un mal título: Catástrofe. Podría ponerse al pie de la infame foto de reo del expresidente de la Corte Suprema: Francisco Ricaurte. Podría resumir la historia de estos magistrados que están siendo investigados por delitos contra la administración de justicia.
Es la palabra que viene a la cabeza cuando se piensa en los pagos de Odebrecht, en los sobornos de los legisladores a los jueces, en los justos que están pagando por los pecadores. Pero también es la mentira que han estado usando los políticos colombianos para tomarse el poder. La cabeza del gobierno pasado, que consiguió montar la ficción del bienestar y la seguridad que montan las empresas populistas, soltó hace diez años –qué triste aniversario– la frasecita “reelección solo si hay una hecatombe”. Pero ya lo había dicho el aspirante Rafael Núñez en 1878: “regeneración o catástrofe”.
“País en crisis” es una redundancia. Pero sí: ver la denigrante foto de Ricaurte preso es ver lo peor. Decir “magistrado corrupto” es tan desolador como decir “cura pedófilo”: es no tener a dónde ir, tocar fondo después del fondo, descubrir que la guerra está sucediendo en el refugio. Sería justo hablar de catástrofe, claro, porque ha sido probado que los peores de la justicia han contraído lo peor de la política, porque a ciertos fiscales se les nota a leguas el ansia de ser implacables en los casos mediáticos, porque uno ya no sabe si aquello de defender a los funcionarios inocentes –perseguidos para mostrar resultados en las redes– puede agravarles la vida a ellos. Pero hay que tener cuidado a la hora de usar esa palabra: ‘catástrofe’. Porque sirve a los fundamentalistas. Porque termina en reformas inútiles y en gobiernos tramposos.

Decir “magistrado corrupto” es tan desolador como decir “cura pedófilo”: es no tener a dónde ir, tocar fondo después del fondo, descubrir que la guerra está sucediendo en el refugio

Y no señala un estado sino un hecho: no somos una catástrofe, sino que la estamos viviendo.
Quizás el gran riesgo que corremos cuando decretamos el desastre –y más en los tiempos de Twitter– es el de permitirnos la justicia por mano propia: ¿se sentirán héroes de a pie, vengadores como los de antes, estos genios que condenan a los políticos por las calles en vivo y en directo?, ¿tendrán claro que no son los valientes sino los cobardes?, ¿estarán sirviéndole gratis a la idea perversa, de campaña, de que esto se fue por el despeñadero? Colombia está mal. Pero también lo estaba en 2010 y en 1878: también entonces las soluciones eran la decencia y el respeto por la ley, y uno de los peores problemas era que lo común no era tener como aliados, sino como abusadores, a los ejércitos, a los policías, a los empleados públicos, a los cobradores de impuestos, a los jueces.
Colombia ha sido un Estado desmembrado, y no el Estado fallido que pinta el populismo, pero hoy puede dejar de ser un Estado temible. Los escándalos de estas semanas han despertado la vergüenza de las facultades de Derecho; han vuelto presos a un puñado de pícaros a voces –por fin– justo cuando otra generación iba a resignarse a la lengua de la corrupción; han recordado, en suma, la utilidad de los síntomas. Los tropiezos durante la implementación de los acuerdos con las Farc han recordado, como las fotos de un álbum, la lentitud, la maraña, el calvario estatal que nos trajo hasta aquí, pero también es cierto esta semana que en unos meses siete mil colombianos desarmados se dirigirán a un tribunal especial –y serio– que podría servir para recobrar la confianza en la justicia.
‘Desastre’, ‘hecatombe’, ‘catástrofe’ se nos han vuelto muletillas. Nos gusta pensar que no somos un país, sino un estado del alma: un charco. Pero el trabajo es –más aun cuando una de las guerras se ha acabado– darle forma a una sociedad libre. Y ahora sigue, en el orden del día, pactar una justicia que le quite sentido a la venganza.
RICARDO SILVA ROMERO
Ricardo Silva Romero
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