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Belisario, letra y música

Transitó por la vida política y cultural como personaje que salteaba las barreras de las banderías.

* Columna de Julio María Sanguinetti
Belisario Betancur nació en un pueblito de Antioquia, en un hogar colombiano pobre y numeroso. Su padre, un arriero, le abrió temprano el camino de una educación que incluyó hasta un pasaje por un seminario eclesiástico del que salió despedido por sus irreverencias poéticas. Más tarde se graduó de abogado, y desde entonces no tuvo un día de pausa en un andar de 95 años.
Afiliado precoz al Partido Conservador, transitó por la vida política y cultural colombiana como un personaje singular que salteaba las barreras de las banderías. “Soy la extrema izquierda de la extrema derecha, o sea, el profundo centro”, solía decir, con su humor hecho de chispas y recuerdos.
Fue ministro del Trabajo con el conservador Guillermo León Valencia y de Educación con el liberal Alberto Lleras Camargo. Presidente entre 1982 y 1986, batalló incansable y pioneramente por una paz que aún no estaba madura, pero que contribuyó a instalar en la agenda política colombiana, como un ideal por perseguir.
Afrontó en su mandato tragedias naturales como la del pueblo de Armero, sepultado por la erupción del nevado del Ruiz, y la sangrienta locura del M-19, que asaltó –con las armas en la mano– el Palacio de Justicia, vecino de la Casa de Gobierno, en un intento de secuestrar la justicia misma. Fue un drama que, hombre bondadoso y pacífico si los hay, padeció para siempre, cuando la intervención militar aplastó la insurrección a sangre y fuego.
Lo conocí fugazmente en su tiempo de ministro del Trabajo, pero nos hicimos amigos cuando, en los años ochenta, compartimos períodos presidenciales y trabamos así tres largas décadas de entrañable mancomunidad. Integró desde el inicio nuestro círculo de Montevideo, donde sus intervenciones eran un momento mágico, cuando su prosa florida y poética narraba historias y llevaba a reflexiones que normalmente poco tenían que ver con el tema en debate, pero que nos transportaban a la dimensión mayor del espíritu humano.
En nuestra última reunión, en Bogotá, en el reciente octubre, participó como siempre, brilló con sus dichos, habló como nadie en la cena oficial que nos dedicó el presidente Duque y nos invitó a una deliciosa reunión en su casa, en la que, sin decirlo, todos presentíamos que era una despedida. Fue una noche inolvidable, organizada por su esposa, Dalita, en que no faltaron un inspirador grupo de tangos ni algunos momentos de baile de la danza rioplatense, en que junto a Marta, mi esposa, también entrañable amiga suya, reiterábamos un episodio vivido con él en el Palacio de Nariño en una cena oficial.
Su pasión por los libros lo llevó a presidir con imaginación y talento la Fundación Santillana, junto con Jesús Polanco y Francisco Pérez González, los pioneros de esa editorial y del diario ‘El País’ de Madrid. Siempre nos estaba acercando alguna edición especial, de sus poemas o de las obras de autores a quienes generosamente aplaudía. Siempre eran ediciones primorosas, y la última suya se llamaba ‘Canoa: Cervantes y don Quijote’, en que arrancaba desde el origen indígena de aquella palabra.
Su humanidad, su generosidad, sus constantes relatos y esa benevolencia cristiana, que en él era expresión natural y no consecuencia de un dogma, amuchaban a su alrededor. Bastaba que arrancara a conversar para que todos se llamaran a silencio y, con sonrisa expectante, esperaban sus historias antioqueñas. Florecía allí el buen decir, algo que en estos tiempos vulgares suena extraño y que en él poseía tanto encanto que no se sabía si era letra o música. O las dos cosas, como su vida, que fue también letra y música.
JULIO MARÍA SANGUINETTI
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