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Educación en el Chocó

La guerra y la desconfianza en el Estado, factores profundos de la debilidad educativa

Óscar Sánchez
En una serie de visitas durante el último año a escuelas, universidades y autoridades educativas de la ciudad de Quibdó y de varios municipios del departamento del Chocó, he oído versiones y visto facetas tan distintas sobre la realidad de la educación en ese territorio que me cuesta hacer una radiografía.
Sería fácil quedarse con los datos dolorosos: por ejemplo, que de los 20 municipios con peor desempeño en las pruebas Saber para el grado noveno en el país, 14 son de este departamento. O que las tasas de cobertura en educación secundaria y media aquí se parecen más a las de los países más pobres de África que a las de la mayoría de las regiones de Colombia. Al visitar escuelas rurales llenas de chicos de 13 y 14 años atrapados en los primeros grados de primaria, como si las estrategias para la extraedad aún no se hubieran inventado, uno siente tristeza. Pero sería un error juzgar desde el centro del país y culpar a la dirigencia del territorio sin hacer los matices debidos.
Para comenzar, desde 2009 y durante más de 8 años, la educación básica y media del departamento la manejó directamente el Ministerio de Educación. La Secretaría Departamental estuvo intervenida, y cabe preguntarse qué hizo el gobierno Uribe además de iniciar la intervención y cómo actuó el gobierno Santos teniendo ocho años para hacer cambios profundos. Los resultados, por ahora, no le dan mucho mérito a la nación.
En 2016 se puso en marcha el proyecto Aulas sin Fronteras, que genera un proceso de aprendizaje para los docentes de una muestra importante de colegios chocoanos, con el apoyo de profesores de los colegios de clase alta de Bogotá afiliados a la Unión de Colegios Internacionales (Uncoli). Vi entusiasmados a algunos docentes y escépticos a otros con esta iniciativa del ministerio. No parece fácil contextualizar ese apoyo tan exótico, pero se reconoce que como medida de choque puede tener un impacto positivo en un factor crítico para el desempeño académico, y los profes de ambos lados han hecho su tarea con esmero. Tenemos que esperar las evaluaciones, pero es una medida que promete.
Es difícil entusiasmarse. Muchas iniciativas han probado tener alcance limitado aquí. Por ejemplo, durante décadas, ONG colombianas e internacionales, financiadas con recursos de cooperación para el desarrollo, han hecho presencia en la región ofreciendo educación directamente, o apoyando jornadas extraescolares y condiciones para que el servicio se preste. La cooperación de Canadá ha sido especialmente generosa. Y la Iglesia católica lleva más de un siglo en esa misma tarea. Las comunidades aprecian el apoyo que han recibido de esas entidades, y en los últimos años se ha comenzado a superar un enfoque asistencial que releva al Estado de su tarea de garantizar derechos básicos de acceso, y se han emprendido programas en alianza entre comunidades, gobierno local y cooperantes. Algunas evaluaciones preliminares de esas iniciativas con un nuevo enfoque también prometen.
Sin embargo, los factores más profundos de debilidad están a la orden del día. En primer lugar, la guerra. En esta zona les va muy bien a los malos. La riqueza natural de un territorio con oro y otros minerales, maderas preciosas, biodiversidad (hasta con las ranas venenosas se comercia), ríos maravillosos, frontera con Panamá y dos océanos ha hecho que, de ser una zona especialmente tranquila hasta mediados del siglo pasado, en unas pocas décadas llegara a vivir las peores historias de barbarie. Y si bien cedió la presencia de actores armados después del acuerdo con las Farc, a diferencia de otras zonas del país nunca desapareció. Y el pronóstico es de recrudecimiento. Tenemos que resaltar que esa guerra llegó al territorio, no nació aquí. Aunque ahora enquistada, ya se ha vuelto parte de la cotidianidad y toca lo urbano y lo rural. Además, es una región cuya población, con pocas excepciones, pasó del olvido a la condición de víctima, sin vivir la experiencia de la ciudadanía plena.
Es muy duro escuchar a comunidades que desconfían integralmente del Estado. Las estructuras militares, la clase política y los servicios sociales y educativos se ven como intrusos, a veces en igual medida, y entonces la idea de educación propia se convierte en la búsqueda de alternativas para no tener que depender de lo público, que genera sobre todo temor. No se puede culpar a esos radicales aislacionistas, que han luchado por su derecho constitucional a decidir sobre su propio territorio, han resistido las peores violaciones de su dignidad y se han agrupado en centenares de consejos comunitarios para sentir que su propia unidad es lo único que les queda.
Hace dos semanas, el presidente Duque visitó Quibdó, hizo un consejo comunitario Construyendo País, y el Ministerio de Educación hizo durante dos días un taller de consulta para el diseño de su política en curso. Hay varios relatos sobre esa visita. Unos dicen que los acuerdos y temas son parecidos a los de siempre. Otros ven con esperanza el tono de este nuevo acercamiento.
El diálogo nacional sobre la política de educación étnica para la población afrodescendiente, que lleva años en curso, no parece avanzar. Lo que los colegios ofrecen no está armonizado con el contexto, y entre tanto, la clase política sigue concentrada en la infraestructura y la alimentación escolar, que, como en toda Colombia, han terminado agotando la agenda de la educación.
Pero hay otra cara. Esos mismos líderes de los consejos comunitarios en muchos casos están luchando junto con docentes y jóvenes para sacar adelante sus escuelas y hacer realidad el Estado desde abajo. Y hay funcionarios en las secretarías de Educación tanto del departamento del Chocó como del municipio de Quidbó, líderes religiosos y gente de las ONG y las Naciones Unidas que muestran una enorme claridad acerca del proyecto de educación que necesita el territorio. Que es, obviamente, un proyecto de identidad cultural, respeto por el ambiente y fortalecimiento de la economía local con sostenibilidad. Y en la misma escuela de los adolescentes que no cabían en los pupitres de primaria, me emocionó ver un proyecto de ecoturismo muy bien pensado, una rectora experimentada que vino a poyar a su tierra natal y que muchos chicos se han inscrito para el preescolar en 2019.
Y en lugares como la universidad pública del Chocó (la UTCH) se oyen voces optimistas: es posible formar profesionales y ofrecerle al territorio cierta clase media que trabaja por su familia y sus comunidades. E, incluso, compartir talento humano con el resto de Colombia, como sabemos quienes trabajamos en educación y encontramos educadores chocoanos en muchas regiones de Colombia. Preguntas que hay que indagar pasan por el tipo de educación vocacional que se requiere en un territorio que tuvo en su historia desde siempre la pesca y la minería tradicional como formas de trabajo y busca opciones sostenibles en esas o en otro tipo actividades, mientras depredadores foráneos acaban con todo.
Discúlpenme, mis lectores, acostumbrados a las afirmaciones en esta columna. Es esta ocasión, este territorio, después de varios meses pensándolo, me sigue intrigando. Hay algo que me entusiasma: veo a muchos chocoanos comprometidos para que su tierra tome impulso. A los de afuera nos corresponde ayudar, más que juzgar o imponer.
* Coordinador Nacional de Educapaz
@Óscar Sánchez
Óscar Sánchez
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