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Los 100 años del INS

Las instituciones de conocimiento solo pueden crecer basadas en sus cimientos. Olvidarlo es construir sobre arena.

Hace unos días, el Instituto Nacional de Salud (INS) cumplió 100 años. Nació como una iniciativa privada de Bernardo Samper y Jorge Martínez, médicos que enfrentaron problemas graves por el aislamiento de Colombia: para uno, el contacto de la hermana con un perro rabioso, que lo obligó a viajar a Estados Unidos por un suero; y para el otro, una hermana que murió de difteria.
Eran jóvenes ricos y excéntricos, educados en el extranjero, que decidieron construir un laboratorio, el Samper-Martínez, para producir localmente los sueros antirrábico y antidiftérico y para hacer un diagnóstico especializado, entonces inexistente en el país. Diez años después, el Gobierno (muy sensatamente) lo compró por considerar que es el Estado el responsable de la salud pública.
En esa primera mitad del siglo XX se desarrollaron varias iniciativas que finalmente confluirían en el INS. El Parque de Vacunación se creó para producir la vacuna contra la viruela y conducir el exitoso programa para su erradicación. El Instituto Carlos Finlay estaba dedicado al estudio y control por vacunación de la fiebre amarilla. El Instituto de Higiene comenzó a producir vacuna triple DPT, toxoide antitetánico y suero antiofídico. Un joven científico trajo de París la semilla de la vacuna BCG contra la tuberculosis, y otro construyó su laboratorio privado (que posteriormente donó al INS) para el estudio de la lepra. Varios, desde diversos ámbitos, estudiaban la particular patología del trópico. Se consolidó desde el Ministerio un programa para dotar a los municipios pequeños de agua potable, y otro para análisis y seguimiento de las enfermedades. Se creó un laboratorio de higiene industrial (predecesor de los de salud ambiental) y otro para vigilar la calidad de alimentos y medicamentos.
Todas esas iniciativas se fusionaron durante el gobierno de Carlos Lleras en un gran Instituto Nacional de Salud, al que se le construyó un edificio con bioterios, plantas de producción de vacunas y biológicos, biblioteca, imprenta y diversos laboratorios. Llegaron más jóvenes que habían estudiado en el exterior y desarrollaron diversas líneas de investigación.
Por esa época, el INS era conocido nacional e internacionalmente. Formaba parte de una “red de instituciones hipercomplejas” que, como el Instituto Oswaldo Cruz en Brasil, el Campomar en Argentina, el Nacional de Salud en México y otros, se habían desarrollado en la región. Se caracterizaban por tener como objetivo la mejora de la salud, usando múltiples estrategias: producción de insumos, programas de prevención de enfermedades, estudios de morbilidad, redes de calidad en el diagnóstico e investigaciones básica, aplicada, epidemiológica y operativa.
Yo llegué al INS en 1978 y encontré un ambiente insuperable. Todavía trabajaban en él algunos de los personajes míticos que lo conformaron. El compromiso con la tarea era inmenso, bullía la actividad hasta altas horas de la noche. Aún hoy nos reunimos algunos veteranos para comentar ‘lo último’.
Hace 20 años editamos un libro con su historia. Está lleno de nombres ilustres y hechos notables que lamento no alcanzar a reproducir en este espacio. Siento que en ese instituto, como en otros creados bajo el mismo espíritu, se dio durante el último par de decenios un proceso inconveniente: se volvieron ‘brazos técnicos’ de los ministerios. La filosofía original fue la de la autonomía, que permitía una crítica positiva y amigable y un seguimiento de desarrollos alejados de la ortodoxia oficial. A la larga, eso es más productivo.
Creo que la prensa se quedó corta en reconocimientos. No lo digo por nostalgia; es que las instituciones de conocimiento solo pueden crecer basadas en sus cimientos. Olvidarlo es construir sobre arena.
Moisés Wasserman
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