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Las cifras de la universidad

El esfuerzo de la universidad pública para obtener recursos adicionales se va en el funcionamiento.

A muchas personas las cifras les producen un inmenso aburrimiento, lo que hace que entiendan mal la realidad. Eso ha pasado en algunas discusiones recientes acerca de cuál es la mejor política para fomentar la educación superior.
Tomaré como ejemplo el presupuesto del 2016 de la Universidad Nacional de Colombia. Lo voy a desmenuzar un poco, sin detalle excesivo. El total fue de un billón seiscientos sesenta mil millones de pesos. Algunos dividen la cifra por el número de estudiantes y concluyen que el Estado paga por cada uno quince millones el semestre, que sería lo mismo que pagaría por una matrícula en las universidades privadas más caras.
Pero eso no es cierto. Lo que pasa es que la universidad debe atenerse a las leyes contables del sector público e introducir en su presupuesto cada peso que ejecuta, aunque no vaya a la misión institucional. Por ejemplo, las pensiones, que son pagadas por el Estado (como corresponde), pero aparecen en el presupuesto; o la salud (EPS propia), aunque se pague con aportes de los usuarios. Descontando esos y los recursos propios, el aporte de la nación es de apenas seiscientos mil millones. Cada estudiante estaría recibiendo, entonces, un subsidio de cinco millones y medio por semestre, apenas la mitad o la tercera parte de lo que se paga en universidades privadas por la matrícula de los pilos. Hay, además, externalidades como la presencia (costosa) de la universidad pública en lugares a donde no llega nadie más, la oferta de programas necesarios, aunque no rentables; la construcción de cultura y el abordaje, con investigación, de problemas importantes pero que no tienen doliente.
El aporte neto de la nación esconde otros datos interesantes. Menos del 10 por ciento está asignado para inversión. Eso es absolutamente insuficiente para una institución que se basa en el conocimiento. Por eso, directivas y profesores se han esforzado por obtener recursos adicionales. Esos, que aparecen en el presupuesto como “recursos propios”, ascendieron a casi 800.000 millones, es decir, el 47 por ciento del total.
Ese dato se presenta al otro extremo del debate, como evidencia de la privatización de la universidad pública. Pero eso tampoco es cierto. Solo el 14 por ciento de los recursos propios van a reforzar la inversión y 25 por ciento, al funcionamiento. Este se ha vuelto deficitario porque la ley aumenta el presupuesto de la universidad solo con el IPC, aunque los costos de la educación superior se incrementan en cuatro o cinco puntos por encima (acá y en Cafarnaúm). El 61 por ciento de esos recursos está en “fondos especiales” que responden por las obligaciones contraídas en los convenios de investigación y los contratos de extensión. Si, por ejemplo, se necesitara contratar a quinientos encuestadores, sus sueldos aparecerían como un gasto de la universidad, aunque en realidad no lo sea.
Análisis más detallados nos permitirían extendernos y profundizar, pero con esto ya se pueden sacar algunas conclusiones. Los estudiantes de la universidad pública son más económicos para la nación que los de Ser Pilo Paga. En el esfuerzo para aumentar cobertura con calidad, es necesario equilibrar los subsidios a la demanda (becas) con un modelo sostenible para el crecimiento con calidad de la oferta pública. Buena parte del esfuerzo de la universidad pública para conseguir recursos adicionales se va en costos básicos de funcionamiento, y eso crecerá si se mantiene el modelo de financiamiento actual. No hay realmente una privatización de la universidad pública; eso no le conviene a nadie. Sin embargo, el deterioro de su capacidad para competir por profesores y modernizarse sí podría llevar a algo muy grave: la privatización de la alta calidad.
MOISÉS WASSERMAN
@mwassermannl
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