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Historia y progreso

La idea de progreso vive y guía el desarrollo, aun si quienes no la comparten ven en ella un peligro

Moisés Wasserman
Del 14 al 16 de este mes se llevará a cabo en Villa de Leyva el primer Festival Internacional de Historia. Será un evento lleno de presentaciones interesantes. Abrirá Álvaro Tirado Mejía con un análisis sobre los años sesenta, Sergio Torres hará un recorrido desde el big bang hasta nosotros, Jorge Orlando Melo argumentará sobre por qué hay que estudiar historia, y así otros veinte más que no alcanzo a mencionar acá. Gentilmente, me van a dar la oportunidad de conversar sobre un tema que me interesa hace años: la historia de la idea del progreso. Algunos lectores se sorprenden con este título porque sienten que esa idea es obvia, inherente al paso del tiempo. Otros pesimistas, tal vez posmodernos, no ven progreso por ningún lado.
La Biblia empieza con la expulsión de Adán y Eva del paraíso. Durante muchos años, la idea dominante fue esa. El inicio de los tiempos en una situación de plenitud, seguida por una degeneración progresiva. Para algunas escuelas mesiánicas, esta degeneración terminaría en un gran evento que nos pondría nuevamente en el estado inicial. Otros mitos veían la historia como una sucesión de ciclos. Los más extremos creían en una repetición idéntica de los ciclos, en la que uno aparecía en el mundo vez tras vez, haciendo siempre lo mismo y terminando de la misma forma.
Pienso que la idea de progreso ha inspirado en gran medida el desarrollo de Occidente (y hoy también el de Oriente), pero no es una obviedad. Hay autores que ven sus inicios en Grecia y Roma. Protágoras describía un tiempo en el cual solo había dioses; luego, criaturas subhumanas, y después, humanos que permanentemente se destruían los unos a los otros hasta que los dioses los ayudaron a inventar objetos y a construir ciudades, a las que llegaron el orden y la solidaridad.

Otros mitos veían la historia como una sucesión de ciclos. Los más extremos creían en una repetición idéntica de los ciclos.

San Agustín, en 'La ciudad de Dios', describió seis épocas sucesivas y predijo la séptima, en la que se llegará a “verdadera paz... donde nadie tendrá oposición ni de él mismo ni de ningún otro” (no sabía de las redes sociales). Roger Bacon (el doctor Mirabilis), en el siglo XIII, predijo un futuro modelado en gran medida por la ciencia. San Alberto Magno decía que la naturaleza no va de un extremo a otro, sino a través de cambios muy graduales. Santo Tomás de Aquino propuso una mecánica de progreso derivada del hecho de que “todo agente natural tiende a lo que es mejor”.
No me voy a chiviar contando toda la historia (ni hay espacio). La idea de progreso, como la vemos modernamente, está configurada en el 'Discurso de la historia natural' de Bossuet, el asesor de Luis XIV, que precedió el surgimiento de las grandes academias de ciencias, la Académie Française en París y la Royal Society en Londres, donde se dieron importantes batallas en defensa de los principios de la Ilustración, algunas apoyadas curiosamente por personas como Charles Perrault, el contador de cuentos de hadas, y Jonathan Swift, el de Gulliver y sus viajes maravillosos.
En los siglos XX y XXI dejaron de ser generalmente aceptados los principios de la Ilustración, que identificaban el crecimiento del conocimiento con el del progreso. Mientras que una escuela (Steven Pinker, por ejemplo) muestra con hechos estadísticos qué tanto ha mejorado la condición humana a lo largo de la historia, hay otra que no ve en esa mejora, algo que pueda llamarse progreso, y plantea la inmanencia de catástrofes.
De todas formas, la idea de progreso sobrevive y guía el desarrollo, aun si quienes no la comparten ven en ella un peligro. Algún gracioso describía este conflicto de ideas diciendo que estamos entre analistas que son radicalmente pesimistas sobre las posibles consecuencias del pesimismo y aquellos radicalmente pesimistas sobre las consecuencias del optimismo.
MOISÉS WASSERMAN
Moisés Wasserman
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