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Los líderes sociales

Estos crímenes crecieron donde, bajo la mirada del gobierno anterior, se disparó el cultivo de coca.

Mauricio Vargas
He dedicado las semanas recientes a reunir información sobre el asesinato de líderes sociales en diferentes regiones del país. Aunque el asunto no es sencillo de abordar desde las cifras –de entrada, la definición de qué es un líder social es un tanto difusa–, es posible sacar algunas conclusiones no solo sobre las víctimas, sino –muy importante– sobre sus victimarios.
Líder social puede ser todo aquel que ejerce influencia en su comunidad, como dirigente de un sector o como promotor de una causa. Eso va desde el alcalde, el cura y el maestro hasta jefes partidistas y concejales, pasando por líderes juveniles, sindicales, gremiales y de lucha contra la discriminación, y defensores del medioambiente. Otro elemento para tener en cuenta es si el asesinato del líder está relacionado con su condición de dirigente o si se trata de un acto de delincuencia común (como un asalto), un asunto de celos o una disputa de borrachos.
Y, aunque hay muchos casos como estos, sería un error minimizar el fenómeno como en su momento hiciera el entonces mindefensa, Luis Carlos Villegas, quien con ligereza muy suya aseguró, a fines del 2017, que buena parte de estos crímenes se debían a “líos de faldas”. Una porción amplia y significativa de estos asesinatos están relacionados con la tarea que desarrollan estos líderes en su comunidad, y es la parte que corresponde analizar.
En cuanto a los victimarios, la lista es larga. Tanto la Fiscalía como la Procuraduría atribuyen al Eln y las disidencias de las Farc una porción muy importante, no lejana a la mitad de estos homicidios, aunque eso difiere según la región. Otras bandas criminales son causantes de una cantidad muy grande, cercana a la otra mitad de estos crímenes. Y hay un porcentaje menor de homicidas que actúan solos, porque ven en la labor del líder una amenaza a sus intereses particulares.
Cada vez que un líder social impulsa una causa, pisa los callos del Eln, de una disidencia de las Farc, de una ‘bacrim’ o de un hampón con poder en la zona. Un líder social que defiende la cuenca de un río choca con el minero ilegal que explota un yacimiento sin respetar el medioambiente y con el grupo armado que lo protege. Un líder sindical que intenta organizar a los obreros de esa mina ilegal es un palo en la rueda del minero mafioso y de sus padrinos. Un sacerdote que denuncia el microtráfico queda en la mira de la banda que controla las drogas ilícitas. Un maestro que denuncia el reclutamiento de menores por esos grupos también se vuelve objetivo de guerra.
Estos asesinatos han aumentado, y mucho, en las regiones donde, bajo la mirada indiferente del gobierno anterior, se dispararon los cultivos de coca. Cuanta más coca, más dinero ilícito, más armas y más necesidad de esos hampones –Eln, ex-Farc, ‘bacrim’– de dominar la zona, lo que incluye matar a cualquier líder que amenace sus intereses. Lo mismo ocurre con la minería ilegal y otras actividades mafiosas que crecieron en las regiones donde la Fuerza Pública dejó de actuar con la equivocada idea de no generar tensiones con las Farc mientras avanzaba la mesa de La Habana. Regiones en donde luego las Farc se desmovilizaron, y sus disidencias y otros grupos heredaron el poder criminal.
Combatir el asesinato de líderes sociales pasa por una reducción acelerada de los narcocultivos, por activar en esas zonas una política de seguridad y de presencia integral del Estado contra la minería ilegal y otros negocios similares, y por combatir al Eln, a los ex-Farc y a las ‘bacrim’ en sus enclaves. Por eso resulta curioso que muchos de quienes alzan el dedo acusador por esas muertes se opongan a la destrucción de los cultivos de coca o defiendan que no sean extraditados los ex Farc que, como ‘Santrich’, siguen delinquiendo.
MAURICIO VARGAS
mvargaslina@hotmail.com
Mauricio Vargas
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