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Volver a los libros

La naturaleza física del libro crea un vínculo que hoy es arrebatado por la lectura digital.

El olor de un libro viejo será, dentro de poco, una simple referencia generacional a la que la humanidad tendrá cada vez menos acceso. Esos objetos rectangulares con una tapa dura y cientos de hojas de papel dentro, marcadas con tinta por lado y lado, han sido la forma más expedita de compartir y preservar el conocimiento, pero su declive es innegable. Las aulas de colegios y universidades –por definición, templos del aprendizaje– les han abierto las puertas de par en par a ediciones digitales que los estudiantes pueden usar mientras dura la clase, pero que luego desaparecen en el ciberespacio.
Por lo general, el acceso a estas ediciones virtuales se da a través de una página web durante el tiempo que haya pagado el estudiante (6 meses, 1 año...), y después de eso se deniega el acceso para siempre. Una vez pasado el período que el estudiante ha pagado, no hay forma de volver sobre las notas tomadas al margen, ni posibilidad de recuperar una cita específica para alimentar un ensayo o simplemente volver sobre un tema específico visto en clase.
Y, en ese intercambio monetario en que se paga por un libro digital, se trunca esa relación entre el lector y el libro impreso, que es suyo para siempre. Esa naturaleza palpable, física del libro, crea un vínculo con el lector que hoy en día nos están arrebatando con la lectura digital. Si bien existen tabletas en donde descargar textos que no desaparecen, muchos de los libros de texto a nivel universitario están alojados en esa plataforma digital que menciono arriba, la cual no entrega el archivo del libro sino que habilita un acceso temporal. Después de eso, el texto se va para siempre.
Como lectora –y relectora–, considero la presencia física de los libros fundamental, como si fueran ellos discos duros externos de ese conocimiento al que tuvimos acceso en algún momento. El libro leído, subrayado, analizado, es un trozo de nuestro propio pensamiento y en él hemos depositado ideas que desaparecen si no ponemos esa nota minúscula al margen con bolígrafo rojo. Con la masificación de libros de texto digitales que luego se esfuman en el aire, se priva a estas mentes jóvenes del ejercicio de la relectura, del ejercicio de marcar, subrayar, comentar, poner post its, apoderarse, en suma, de las ideas allí expuestas a modo de diálogo.
Con el acceso obligado a una página web para leer el texto asignado, los lectores también se enfrentan con la imposibilidad de concentrarse en el texto por las notificaciones en los ordenadores que hoy en día, pueden vincularse incluso al teléfono móvil. El salto a redes sociales es también una tentación innegable, y los niveles de concentración se van al suelo. Ante este panorama de digitalización a ultranza, no sobra resaltar los beneficios del libro impreso y abogar por su supervivencia. Que exista un formato más lucrativo para las editoriales no significa que sea mejor para el acceso al conocimiento de los lectores potenciales. El texto digital es considerablemente más barato de producir –no se requiere la impresión y distribución– y en muchos casos se vende casi por el mismo precio del libro impreso.
A pesar de una inminente presión para digitalizarlo todo, la relación del lector con su libro debería perpetuarse lo más posible, como una alimentación basada en vegetales y fruta, no obstante la existencia de batidos con 14 gramos de proteína, o como los paseos en bicicleta aunque el coche sea más rápido.
Debemos encontrar formas de contrarrestar esa violenta arremetida de internet y de lo digital en nuestras vidas para que no transgreda ciertos límites, como el nexo crucial entre un lector y sus libros. Ojalá que el olor de libros viejos permanezca en los hogares durante décadas y ojalá los padres estimulen en sus hijos el hábito de leer en papel, desconectados de plataformas digitales para mantener la irremplazable rutina de dialogar con un autor a través de sus páginas.
MARÍA ANTONIA GARCÍA DE LA TORRE
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