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Psicoanálisis

Lo que yo llamaba demonio tenía un nombre menos lúdico que me enseñó ella: angustia.

A los ocho años terminé en el consultorio de Florentina Londoño, psicoanalista infantil, porque hacía meses vivía en mí un demonio que me sacaba espantada de las aulas de clase, de las fiestas de cumpleaños y de mi propio cuerpo. Me alivió advertir que ella no llevaba puesta una bata blanca de médico, sino una falda larga de flores.
En la primera consulta a duras penas hablé, pero agradecí estar acostada en el diván y pensar que en algún momento delataría sin piedad a mi demonio; lo haría mirando al techo y no bajo la mirada dulce pero profética de Florentina, tan sabedora de que, ahí más que nunca, el silencio también era un buen interlocutor.

Ahí, como en un texto magnífico, las palabras son joyas preciosas, llaves que abren flujos inconscientes, ninguna se desperdicia.

Lo que yo llamaba demonio tenía un nombre menos lúdico que me enseñó ella: angustia. No era el miedo al agua, a los viajes en avión, a quedarme encerrada, o a las multitudes lo que más amargaba mi vida; se trataba de algo más sin remedio, una especie de náusea subterránea, un descubrimiento fatal más allá de las cosas. Era asombro de que yo misma existiera como una identidad separada y destinada a la aniquilación, como un yo que me resultó extraño y del cual mi “alma” quería escapar. Un día, ocurriría la muerte de todo. Se acabaría el tiempo. ¿Había “cura” para la enfermedad de “ser”?
Todavía me pregunto si fue por mi profunda conexión con ella que el psicoanálisis, considerado como una pseudociencia, terminó siendo tan terapéutico para mí como puede serlo el arte. Quizás sea literatura, una ficción más, por la extrema importancia que se le da al lenguaje en su fascinante método de asociación libre de ideas e interpretación de sueños y lapsus.
Ahí, como en un texto magnífico, las palabras son joyas preciosas, llaves que abren flujos inconscientes, ninguna se desperdicia. Cuando contaba mis sueños, me daba la impresión de que esa narración atemporal y multidimensional llena de imágenes iba configurando un pasaje poético. “Ha tenido usted un sueño muy hermoso”, me decía, a veces, Florentina. Y así empezaba su amorosa labor de rescate de sentido desarticulando símbolos en un proceso sanador, no sé si más por lo bello que por lo científico.
Nadie podía ayudarme a resolver el drama filosófico, pero, gracias a aquella brillante mujer florentina, encontré una vía creativa, propia, y por qué no, infinita, de transitarlo. ¿Acaso no es la creencia en metáforas lo que pone fin al sufrimiento del espíritu?
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