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No tener hijos

Así como el deseo de tener hijos es un impulso natural que no puede intelectualizarse, también es natural que algunos no recibamos ese llamado.

Desde niña tuve claro que no quería hijos. Cuando jugaba a las muñecas con mi hermana, el juego consistía en cambiarles los pañales, prepararles el tetero, cocinarles la compota, lavarles la ropita, pasearlas en el coche, bañarlas y de vez en cuando regañarlas para que hubiera algo de drama en esas historias que improvisábamos durante días a la sombra de un árbol de mate en el fondo del patio de la casa. Otro día, empezamos el juego ya embarazadas de nuestros maridos invisibles, hasta que dimos a luz un par de muñecas de pelo de nailon brillante y ojos abiertos para siempre. Yo, de pensar que después tocaba el camello de la lavada, el tetero y la cambiada, ya comenzaba a desconcentrarme. No me parecía que tener hijos pudiera ser el tema de un juego divertido. Yo prefería jugar a la cantante, a las señoritas o a la profesora. Con los años, la convicción de que traer gente a este planeta era un acto heroico que jamás protagonizaría persistió, y se afianzó incluso más cuando mis amigas comenzaron a formar sus familias. Para mis adentros, respiraba aliviada por no cargar con semejante responsabilidad.
Mis razones para no tener hijos fueron todas, desde las más frívolas hasta las más metafísicas, o sea, las mismas que surgen para tenerlos. No soy una admiradora fiel de la raza humana, no creo que seamos la última maravilla, y quizás por esa temprana desilusión no floreció en mí el anhelo por multiplicarla. No me entusiasmó ver repetidos mis genes en una criatura para trascender y conseguir ser un poquito menos inmortal o vacunarme contra el olvido. Así como no me enternecieron mis muñecas, no vi mis hijos como lo más hermoso que yo era capaz de crear, ni como el fruto del amor ni como una gran alternativa para no quedarme sola; tampoco mi deber para sentirme realizada como mujer ni mi contribución para el progreso de la humanidad. La egolatría de nuestra especie causa tantos hijos innecesarios como la pobreza.
Aun sintiendo de esta forma, celebro las familias felices y amorosas como la mía, y ya perdoné a mi madre por haberme parido. Sin embargo, así como el deseo de tener hijos es un impulso natural que no puede intelectualizarse, también es natural que algunos no recibamos ese llamado. Amar sin apegos, profunda e incondicionalmente, es una lección que nos llega a todos, y no hay que superpoblar este torturado mundo para aprendérsela.
Margarita Rosa de Francisco
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