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¿Años dorados?

El drama de los pensionados y el de los que no tienen pensión se acrecienta todos los días.

Se ha puesto de moda por enésima vez el tema de la bomba pensional, que como casi todos los problemas colombianos amenaza de manera especial a la parte más vulnerable de la población. En vísperas de una elección presidencial no podían faltar las propuestas de los candidatos, que coinciden en que el sistema pensional debe ser reformado, pero difieren sobre la forma de hacerlo.
Si se considera que cualquier reforma pasará por el Congreso, cuyos miembros están entre los principales beneficiarios del inequitativo sistema actual, no se ven muy claras las posibilidades de que aparezca pronto una solución. Entre tanto, el drama de los pensionados y, lo que es peor, el de la gran cantidad de colombianos que no tienen pensión ni pueden aspirar a ella se acrecienta todos los días. Según cifras de Fedesarrollo, en el país hay cinco millones de personas mayores de 65 años y solo el 24 por ciento de ellas tienen una pensión. El programa Colombia Mayor, un instrumento de solidaridad con los que viven en la extrema pobreza, les otorga un subsidio de 75.000 pesos mensuales, que resulta ofensivo por sí mismo y más aún si se le compara con los subsidios a las pensiones de 25 millones y más.
Esta deplorable situación refleja el desprecio por las personas mayores que prevalece en nuestro medio, a diferencia de lo que ocurre en pueblos con tradiciones milenarias como el chino, el indio, el japonés o el judío, donde la reverencia por los mayores y el aprecio por su experiencia y conocimientos son consustanciales a la naturaleza de la sociedad. El respeto por los mayores, comenzando por los padres, está arraigado en esos países desde tiempos ancestrales. Entre las muchas sentencias de Confucio grabadas en la conciencia de los chinos hay una que lo refleja: “Si uno no demuestra respeto hacia los ancianos, ¿en qué se diferencia de los animales?”.

Si cualquier reforma pasará por el Congreso, cuyos miembros están entre los principales beneficiarios del inequitativo sistema actual, no se ven muy claras las posibilidades de una solución.

Ese respeto no corresponde solamente a unas tradiciones sino a una visión lógica de la vida. No hay que hacer mucho esfuerzo para entender el valor que tienen las vivencias y los conocimientos acumulados por los seres humanos durante una larga vida. Es un capital social más valioso que el dinero acumulado en los bancos y que todo país debería aprovechar. No así en Colombia, donde la situación de las personas mayores es cada día más precaria.
Esto es cierto sobre todo en los sectores más pobres y los de la clase media. Se habla de que esta última ha aumentado como porcentaje de la población total, pero poco se menciona el cúmulo de condiciones adversas que enfrenta una alta proporción de ella, como la falta de acceso a la educación de calidad que disfrutan los de mayores recursos, la exigua posibilidad de ahorrar, la incidencia del desempleo y con este el riesgo de caer de nuevo en la pobreza.
La transformación de la economía colombiana en la última parte del siglo veinte trajo consecuencias desastrosas para la clase media. La quiebra de empresas como Coltejer y la Compañía Colombiana de Tabaco acabó con el hábito de ahorrar en acciones de esas empresas emblemáticas, con cuyos dividendos se defendían los jubilados y las viudas. A esto se agregan otros golpes como los impuestos confiscatorios a los predios, así se trate de la única propiedad adquirida por empleados o profesionales de medianos ingresos con el trabajo de toda una vida y con el solo fin de habitarla.
Esto sin hablar de reveses más recientes, como la decisión del Gobierno de objetar la ley que favorecía a los pensionados con una rebaja en la cotización por salud, al quitarles la carga del 8 por ciento que pagan las empresas por los asalariados activos y que se les trasladó al jubilarse. Todo lo cual está haciendo realidad para muchos colombianos las tribulaciones de don Simeón Torrente, el protagonista de la novela de Álvaro Salom Becerra que nunca dejó de deber, y transformando en una burla el retiro digno que deberían tener las personas en los “años dorados”.
LEOPOLDO VILLAR BORDA
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