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Rebelión, contrabando y libertad: episodio anterior a la Independencia

Los contrabandistas amasaron capitales y poder político suficientes para trastornar el orden civil.

Desobedecer mandatos del monarca español no fue un rasgo único del temprano siglo XIX en América. Practicar la libertad mercantil según la doctrina del ‘Mare Liberum’ sin observar las Leyes de Indias tampoco fue un razonamiento exclusivo de señoritos contestatarios y militares carismáticos espoleados por la crisis napoleónica. Por el contrario, abrazar la rebelión, pisotear la bandera del imperio y en su lugar izar la de Gran Bretaña, insultar gobernadores, celebrar carnicerías y aliarse con los enemigos proverbiales de la monarquía católica para hacer negocios en tiempos de guerra fueron los propósitos, entre 1736 y 1752, de un consorcio temerario: las compañías confederadas de contrabandistas del istmo de Panamá.
Conocidas como Apostolado de Penonomé, Sacra Familia y Compañía de Natá, estas agrupaciones, apadrinadas por comerciantes de Bristol, Liverpool y astutos oficiales de la Royal Navy asentados en Jamaica desafiaron las potestades monárquicas proclamándose libres y abiertamente desleales a Felipe V. Aprovechando los vínculos oceánicos y transístmicos articulados entre Kingston, Portobelo, Panamá y El Callao, se convirtieron en agentes primordiales para los intercambios comerciales de esa fracción de la tierra firme, a la sazón de las turbulencias atlánticas originadas por la Guerra del Asiento (1739-1748). Textiles quiteños, plata de Mariquita y Potosí, oro de Antioquia y del Chocó; rifles y pertrechos ingleses, ropas y vinos de Francia; esclavizados de Saint-Domingue, abalorios chinos, libros impresos en La Haya, herramientas de Filadelfia, harina, melaza, pólvora y caballos jamaiquinos fueron parte de los bienes que estrangularon los monopolios españoles en aquellas provincias.
En parte, debido a los negocios ajustados con lord Samuel Graves, reconocido potentado de Kingston, los contrabandistas amasaron capitales y poder político suficientes para trastornar el orden civil y la cacareada “vida en policía” defendida por regalistas de toda laya. Un testigo de sus desmanes aseguró haberlos visto salir en procesión, borrachos y gritando obscenidades en compañía de prostitutas, burlándose de los feligreses que al mismo tiempo consagraban el rosario de la Virgen María.
Negros, mulatos, indios, criollos y peninsulares; gentes de Jacmel, Willemstad y Norteamérica –como ‘Juan de Dios’, un negro de New York versado en oficios náuticos y agrícolas– eran las procedencias de los más de 250 hombres que al mando de don Joseph Martínez Fajardo, “caudillo” y barón regional del contrabando, lograron ultrajar la soberanía de la Real Audiencia de Panamá. Demostrando su capacidad de emanciparse desacatando edictos, “haciendo actos jurisdiccionales” favorables a los británicos en fondeaderos de Veragua, presumiendo su “libertad y osadía sin sujeción alguna”, mientras alardeaban con ser “levantados conspirados, rebeldes, traidores y alevosos”, sus negocios y réditos sedujeron –¡cómo no!– a los agentes del orden. No por nada, en aquellos tiempos baratería y venalidad eran improntas del desempeño burocrático en las Indias, lo que en Panamá constituyó un exceso según los niveles tolerados de flexibilidad moral.
Todos los ministros, abogados y oidores de esa Real Audiencia, incluyendo a su taimado presidente, habían sido socios de las Compañías Confederadas. Sus tratos y contratos aceitados por caudales de la Real Hacienda no conocieron mesura, y las alertas sobre tamaños desvíos no tardaron en llegar a Madrid. Una expedición coordinada desde la capital neogranadina, secundada por milicias de pardos y corsarios cartageneros, ajustició a buena parte de los contrabandistas. Otros fueron desterrados al sur de Chile, y ciertos cabecillas, entre ellos un tal ‘Perlita’, acabaron en prisión. Durante los juicios acusaron a sus accionistas dilectos: autoridades civiles, militares y eclesiásticas, incluyendo a los obispos de Cartagena y Santo Domingo, quienes habían sido engranajes del mecanismo que defraudó por lustros los derechos arancelarios del rey.
Las evasiones fiscales, de servicios, “olvido del vasallaje” y otras ínfulas de autonomía desataron la cólera monárquica. Entre todos, contrabandistas, burócratas y socios ingleses, forjaron una libertad que duró casi dos décadas, y su inusitada rebelión perturbó, como nunca antes, las agendas borbónicas. Aquellos excesos determinaron la extinción de la Real Audiencia de Panamá, pero el comercio clandestino y lo que hoy podríamos llamar ‘corrupción’ permanecieron como instituciones políticas del istmo durante los tiempos republicanos.
Sebastián Gómez González. Profesor del departamento de Historia, Universidad de Antioquia.
* La columna bicentenaria es un proyecto colectivo coordinado por los profesores Daniel Gutiérrez (Universidad Externado) y Franz Hensel (Universidad del Rosario), en el que científicos sociales buscan dar perspectiva al bicentenario que se celebrará con motivo de la Batalla de Boyacá y la creación de la República de Colombia.
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