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Promesas de campaña

Revisen la historia de vida de los candidatos para saber si es verdad lo que prometen.

Juan Lozano
Enviadas a la escombrera nacional las suntuosas piezas de mármol en las que el señor Presidente había labrado su promesa de no aumentar los impuestos, para hacerles compañía a las otras placas fastuosas en las que juraba amor eterno a Uribe y se comprometía a respetar la voluntad de los ciudadanos en el mecanismo de ratificación de los acuerdos de paz, millones de colombianos, con toda razón, reciben con escepticismo las promesas de campaña.
Es apenas explicable que en Colombia, donde la mentira está instalada en el ADN de la clase política, a la hora de sopesar propuestas de gobierno, la gente no crea en el país de las maravillas que pregonan los candidatos de toda procedencia y condición.
Cuando ello ocurre, y está ocurriendo, transitamos por el peligroso camino de abandonar la valoración del futuro para quedarnos con el agravio del día o la ofensa de la semana en una batalla de improperios entre candidatura y candidatura. Se impone así la lógica del odio como motor de las campañas, y los intereses superiores del país pasan a segundo plano.
Elegir al próximo presidente de Colombia en función del ‘ranking’ de los odios nos conduce al abismo. Es claro: si el motor electoral se calibra dependiendo de establecer si más gente odia a Petro que a Uribe, o más odia a Vargas Lleras que a Fajardo, gane quien gane, Colombia será ingobernable.
El colosal error de Santos y las Farc fue pretender validar los acuerdos de paz con un instrumento como el plebiscito, que por definición divide, rompe consensos, destruye lazos, anula convergencias, impide puntos de encuentro. Mil veces se lo advertimos. La consecuencia de su arrogante sordera salta a la vista, y estamos pagando un altísimo costo colectivo: después del plebiscito Colombia quedó más cargada de odios, más fragmentada, polarizada y dividida que antes.
Por eso, seguirle apostando al odio como combustible de la movilización ciudadana es un despropósito. Es necesario retornar a un terreno de serenidad democrática donde podamos valorar con objetividad las propuestas de gobierno y de orientación del país que cada candidato está planteando. ¿Cómo?
Confrontando promesas de campaña con hechos de vida. Contrastando propuestas con la coherencia del accionar político de cada cual. Cruzando iniciativas de campaña con el carácter y el temperamento demostrado de los candidatos. Muchas promesas y posturas se juegan a la luz de la huella de la vida de los candidatos, y muchas resultan absolutamente inverosímiles por la misma razón.
El itinerario de vida, las ejecutorias y el desempeño de los candidatos en sus responsabilidades públicas o privadas han de ser el primer termómetro. El pasado no se debe mirar con el retrovisor infame y paralizante de los venenos, sino con la balanza constructiva del equilibrio para calibrar la pasta, los alcances, las capacidades, la forma de ser y ejercer el poder de los aspirantes a la presidencia en función de establecer si sus promesas de campaña son verosímiles, coherentes y realistas.
El ejercicio debe ser tan sencillo como indispensable. Observar las campañas y escuchar con atención a los candidatos en sus ideas, reacciones y debates para saber si sus planteamientos nos interpretan bien o no, y luego establecer si esas promesas de campaña son cumplibles, realistas, coherentes y si se le pueden creer al candidato que las abandera.
Solo así podremos aproximarnos al futuro con una mirada constructiva para que nuestros votos no se conviertan en más gasolina para este país incendiado, sino que constituyan un referente de los compromisos que el próximo presidente debe honrar para gobernar cumpliendo su palabra. Y que conserve lo que deba conservar, cambie lo que deba cambiar, gobierne para todos pensando en el bien común, respete a sus detractores y pueda superar este período caníbal de la historia política de Colombia.
JUAN LOZANO
Juan Lozano
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