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Todo un olor

Basta un olor para evocar con él, de un solo golpe, la totalidad de un momento que creíamos perdido.

Nada hay en el mundo más concreto y a la vez más inasible que el olor; nada se impone más, y nos persigue, y nos condiciona, y nos abruma o nos libera sin que podamos ni siquiera definirlo bien, no digamos atraparlo, porque siempre se va de las manos. Al menos el sonido puede llegar a retumbar, lo ‘ve’ uno en las vibraciones que produce. El olor en cambio es un misterio, un espíritu silencioso e implacable.
Claro: después nos explica algún aguafiestas que el olfato es un proceso químico muy sofisticado, y que si todos fuéramos con un microscopio en el bolsillo –quién no, por lo menos un telescopio–, podríamos ‘ver’ de hecho las partículas que van volando y difundiéndose por el aire hasta llegar a la nariz, donde se produce esa especie de milagro en el que algo nos huele a un jardín o nos huele a un establo, nos hace felices o no.
Pero definir los olores es muy difícil y uno termina casi siempre saltando del uno al otro, como en un salón de los espejos, para poder explicar a qué le huele el mundo, qué es lo que piensa la nariz a cada instante. “Es un olor como ácido”, decía el otro día un señor en un almacén al que entré, como si oliera con la lengua, y sí; “esto huele a baño”, se oye decir también, incluso hasta cuando uno está en un baño.

La historia huele (o hiede), y a veces solo así podemos conocerla de verdad.

Aunque lo mejor del olor, como se sabe, es que en él reside la memoria: nuestros recuerdos más profundos y más antiguos; los fragmentos más importantes del pasado, los más dispersos y extraños también, y quizás por eso mismo nunca los reconocemos del todo, nunca los llevamos en la superficie ni en la consciencia como deberíamos, distraídos como vamos por el mundo, pensando siempre en cualquier otra cosa.
Pero basta un olor para evocar con él, de un solo golpe, la totalidad de un momento que creíamos perdido, como si lo estuviéramos volviendo a vivir, casi como si se repitiera. La exhalación de ese cajón viejo que abrimos, por ejemplo, y nos devuelve a una tarde hace muchos años cuando lo abrimos por primera vez, de niños; como si dentro de él se hubiera detenido el tiempo, se hubiera conservado intacto, y el olor lo despertara de nuevo.
Es lo que Cecilia Bembibre y Matija Strlic, dos profesores de la University College de Londres, llevan investigando durante años: el valor patrimonial y cultural que tiene el olor como detonante de la memoria; la manera en que allí, en lo que olemos, está uno de los caminos más eficaces de nuestra especie para reconstruir su pasado y remontarlo. La historia huele (o hiede), y a veces solo así podemos conocerla de verdad.
Lo mejor que han hecho este par de profesores, sin embargo, lo hicieron hace tres semanas al compartir y publicar, en un artículo académico, su ‘rueda de los olores del libro viejo’: un refinado y bellísimo sistema para definir y clasificar ese olor que bien puede ser –es– el mejor del mundo, el olor que tienen los libros, sobre todo los libros antiguos. Su cepa y su sabor, esa especie de alma que los habita y los completa.
Mario Levrero, ídolo, decía que los hongos de los libros usados son hongos alucinógenos. Y es cierto, por eso la lectura debe hacerse también con la nariz: oliendo al azar las páginas, catándolas. ¿Fetichismo, delirio, absurdo? Pues claro, si no qué gracia. Ese olor a madera, a pegante, a tinta, a un lugar; ese olor del tiempo contenido allí, que a veces perdura en nosotros más que el texto mismo que lo alberga, y gracias a él lo recordamos.
Eso creen quienes participaron en el experimento de los profesores Bembibre y Strlic: les pusieron un libro del siglo XIX y otro del siglo XVIII, y las respuestas sobre su olor lo dicen todo: a chocolate, a vainilla, a vinagre, a humo. A un árbol o a un animal.
Lo que sea, mejor perfume no hay.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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