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¿Tiene ají?

Se corre el peligro de que la severidad implacable opere solo en la minucia y la estupidez.

Es muy probable que para este momento se haya dicho ya todo lo que podía decirse, y aun más, sobre el indignante episodio de la multa que unos policías les pusieron a unos ciudadanos por comprar en la calle una empanada con ají. La escena no necesita ni siquiera ser relatada o descrita, pues lo más seguro es que todos en este país, autoridades incluidas, la hayamos protagonizado varias veces a lo largo de nuestra vida.
Sí: pararse a comprar cosas, lo que sea: desde un tinto hasta un jugo, desde unos chicles hasta un cigarrillo, desde ‘minutos a todo operador’ (la industria nacional por excelencia) hasta un buñuelo trasnochado o una arepa o una mazorca: si hiciéramos la cuenta imposible de todo lo que los colombianos hemos comprado en la vida, me atrevo a decir que un porcentaje muy alto fue en la calle.
Y ahí surge el primer tema de la discusión que nos ha tenido a todos pegados del techo y del teclado en los últimos días. Porque se acepta que en términos de organización social y de seguridad ciudadana y alimentaria, en términos de pura policía, qué sé yo, las ventas ambulantes son un problema y una ocupación arbitraria del espacio público y deberían ser controladas, reguladas y aun desalojadas.
Esa es la teoría, ese es el deber ser de las cosas. Pero como lo dijo Goethe alguna vez (un colega lo llama Silvia Goethe): “Gris es, querido amigo, toda teoría, y verde el árbol dorado de la vida”. Una cosa es pensar en abstracto los problemas desde un escritorio, y otra muy distinta es verlos desbordar-se y ocurrir en la calle, en la realidad. Más en un país como el nuestro en el que la informalidad es a veces la única forma de supervivencia que hay.
Claro: sería mejor que todo fuera distinto, sí. Sería mejor que fuéramos prósperos, ordenados, respetuosos de la autoridad, etcétera. También sería más justo que mucha gente pudiera vivir sin tener que hacer eso que quizás no quiere hacer y le toca, que es salir a rebuscarse en la calle, vendiendo cosas, el sustento propio y el de su familia. Todo, en el papel, podría ser distinto y mejor de lo que es. Claro, sí.
Durante el Imperio español en América –ese prodigio, digan lo que digan sus enemigos– existía una frase muy famosa y útil, hoy desprestigiada por falta de sentido histórico: “Se obedece pero no se cumple”. No era esa una fórmula solo para promover el contrabando y la corrupción, como tantas veces se dice, sino también un recurso con el que las autoridades de acá les ponían contexto y sensatez a las leyes que venían de allá.
¿Por qué? Pues porque era muy fácil ordenarlo todo desde Valladolid o Salamanca: promulgar leyes que se presumían severas, sabias y bienhechoras pero que ya en el Nuevo Mundo, en el trópico, en la realidad, hacían imposible la vida verdadera, por lo cual las autoridades y los ciudadanos tenían que hacer el pacto de dejarlas allí sin llevarlas a cabo jamás. “Se obedece pero no se cumple”: o la vida o la ley.
Lo cual, según muchos, contribuye a romper el orden jurídico de la sociedad. El adagio latino dura lex, sed lex: es la ley y hay que cumplirla, no más. Pero entonces se corre el peligro, que le quita legitimidad a la autoridad, de que la severidad implacable opere solo en la minucia y la estupidez; que solo se cumplan esas leyes absurdas mientras todo lo demás es un desastre. Perseguir la empanada, ya que con el crimen no se pudo.
Ese es el mensaje, y es ridículo y es ofensivo y no le hace bien a ningún Estado, al revés. Porque más que su eficiencia revela su fracaso y su idiotez. Pero así es Colombia, ¿no? Así va a empezar la revolución aquí, por unos chontaduros y unos helados. Y con toda la razón.
Iremos a la calle a defender con el alma las gomas Trululú.
catuloelperro@hotmail.com
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