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Sin salir

Para viajar no es necesario salir; a veces incluso todo lo contrario.

Un delicioso escritor francés de finales del siglo XVIII y principios del XIX, Xavier de Maistre, publicó en 1794 un libro que todavía hoy sorprende por su audacia y su modernidad, por su condición tan rara y tan libre, por su espíritu tan adelantado a su tiempo y a todos los demás. Ese libro se llama 'Viaje alrededor de mi habitación' y es eso, nada menos y nada más: el recorrido que hace un hombre, durante 42 días, por su cuarto.
Recorrido que nació del ocio y la fatalidad, pues en febrero de 1790 el conde De Maistre –además era conde– se inmiscuyó en un duelo del cual fue el sobreviviente, razón por la cual tuvo que purgar 42 días de detención domiciliaria en su cuartico de Turín: son los mismos 42 capítulos de ese relato prodigioso en los que su autor empieza a explorar su celda, y con ella el mundo entero.
Eso, de hecho, es lo mejor que tiene el libro del conde; es allí donde reside toda su belleza y su importancia. Porque el narrador se desdobla, y mientras busca todas las maneras que hay de caminar por entre los objetos de su estrecho espacio, también empieza a viajar con su mente y con su alma, en una especie de monólogo interior (quizás fue el primero en hacerlo) lleno de gracia y reflexiones y aventuras.
Muy curioso: casi una década antes de su encierro, De Maistre había sido el protagonista de uno de los primeros vuelos en un globo aerostático en Francia, y su relato de esa travesía verdadera es aburrido y solemne, tan tieso acaso como el uniforme de oficial de la Marina Real que se puso ese día para emprenderlo. En cambio, años después, sin salir de su casa, hizo el mejor libro de viajes escrito jamás.

Nadie encuentra afuera lo que no lleva dentro: lo que no arrastra consigo y que es como un espejo que se abre allí donde vayamos.

Albert Speer, el arquitecto de Hitler, también decidió hacer algo parecido mientras pagaba su pena en la cárcel de Spandau. Él mismo cuenta en su diario que después de arreglar el jardín y después de haber hecho ya todo lo que se podía hacer allí adentro, que tampoco era tanto, faltaría más, empezó un día a contar sus pasos mientras daba su caminata de todas las tardes. Luego, en su celda, convirtió esos pasos a kilómetros.
Eso mismo hizo todos los días. Fue así como Albert Speer, que no es ejemplo pero lo menciono porque la anécdota sí es maravillosa, fue así como viajó por una cantidad de sitios con solo traducir sus pasos prisioneros a la distancia hipotética que había entre cada uno de ellos: los Alpes, Leipzig, Berna, en fin. Muchas veces con su mano en el bolsillo, es muy probable que Speer le hubiera dado la vuelta al mundo.
El año pasado, un inglés que se llama Aaron Puzey decidió recorrer en bicicleta buena parte de la Gran Bretaña, desde el sur profundo hasta el gélido norte. Entonces se encerró en su habitación, se puso unas gafas de ‘realidad virtual’ –como si quedara otra–, y gracias a Google Earth pudo hacer su viaje sin ningún problema, incluso con transmisión en vivo y en directo. Véanlo hacerlo, es una dicha.
Porque en cada uno de estos casos mencionados, y cada uno a su manera, está la demostración exitosa y aun heroica de que para viajar no es necesario salir; a veces incluso todo lo contrario. Y nadie encuentra afuera lo que no lleva dentro: lo que no arrastra consigo y que es como un espejo que se abre allí donde vayamos, donde sea, y que nos devuelve en los lugares del mundo un reflejo implacable de lo que somos sin remedio.
Eso, por supuesto, contradice todo el prestigio y toda la devoción de uno de los mitos más opresivos de nuestro tiempo, si no el más opresivo: el absurdo y agotador mito del viaje; la idea esa de que viajar es un fin en sí mismo, una especie de virtud y cosa buena.
Pascal pensaba distinto y lo dijo: “Todos los males del hombre vienen de no saber quedarse dentro de su habitación”.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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