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Colombia jamás progresará mientras las neveras de los helados en las tiendas tengan candado.

Veníamos los dos por la calle, la misma calle, ella bajaba y yo subía sobre la misma acera, de frente, nos fuimos acercando y luego nos cruzamos. Pero ella mucho mejor que yo por una razón fundamental, de principios, y es que llevaba un chococono en la mano y esa es siempre una victoria, lo contrario es siempre una derrota. Así que desde ese momento no pude pensar sino en eso, en un chococono yo también.
Paré entonces a saciar mi obsesión en la primera tienda que vi, una cualquiera, en una esquina. Yo lo que quería era mi helado, mi chococono. Fui a la nevera que estaba en un rincón, fui a abrirla y no pude. Primero, porque sobre el vidrio de la tapa, arriba, había unos pedazos inexplicables de cartón, unos jirones sucios y mal cortados de una caja; y segundo, y sobre todo, porque la nevera estaba con llave.
La piedra que me dio, la furia. Porque además sé muy bien –agj– que esa no es una excepción sino una regla; no es una medida de seguridad sino toda una escuela de pensamiento en Colombia: una tradición moral, una concepción del mundo, una manera de ser. La típica escena de una nevera de helados que no se puede abrir, háganme el favor, y que ostenta más claves que las arcas del Banco de la República.

En este país no funcionan bien, o no funcionan en absoluto, una gran cantidad de cosas importantes, pero en cambio sí funcionan de maravilla absurdos dispositivos para entorpecer la vida de la gente.

Por supuesto que me fui de allí sin comprar nada, sin tener que pasar por la indigna y tortuosa y bizantina operación de llamar al tendero, pedirle que me abriera la nevera, verlo pararse a mi lado como un policía, escoger yo bajo presión y sospecha un helado todo aplastado o una paleta desportillada (“hoy no manejo chococono”, me dijo el tipo cuando le pregunté), y luego sí salir humillado a comerme lo mío. No, por nada del mundo.
Porque de verdad lo creo, y así lo he venido diciendo desde ese día en todas partes, “se lo dijimos al país”, como dicen los horribles candidatos en su horrible plural mayestático: Colombia jamás progresará mientras las neveras de los helados en las tiendas tengan chapa con candado. Podemos hacer lo que ustedes quieran: carreteras, puentes, incluso podemos hacer las cosas bien: nada servirá mientras esa puerta esté cerrada.
Habrá quien diga, claro, que este es un país de ladrones y que acá todo se lo roban y que hay que echarle llave a lo que sea, no solo a las neveras de los helados sino también al papel higiénico en los baños públicos, por ejemplo. Mientras la cosa sea con colombianos, parecen decir muchos, mejor curarse en salud y ponerles doble cerradura a los bienes esenciales de la humanidad.
Lo curioso es que esa manera de ser y de pensar engendra (no se me ocurre otro verbo) una terrible paradoja, y es que en este país no funcionan bien, o no funcionan en absoluto, una gran cantidad de cosas importantes, pero en cambio sí funcionan de maravilla absurdos dispositivos para entorpecer la vida de la gente, para envilecerla y plagarla de insignificantes tormentos que todos sumados son el peor de los infiernos.
Es como si tuviéramos una tecnología eficaz solo para la minucia y la idiotez, para la ociosa presunción de la maldad ajena en los términos más ruines. Quizá nos lo tenemos bien merecido, sí. Pero imagínense nomás el proceso mental que se necesita para instalar con éxito una chapa con llave en una nevera de helados de una tienda cualquiera, no hablemos de cómo le pegan una llave de baño público a un palo de escoba mal cortado.
Son datos insignificantes, sí, son problemas sin importancia. Pero es justo por eso por lo que resulta increíble que en ellos, en su terca difusión y aceptación, se revelen los rasgos más oscuros de lo que somos.
El peor de los infiernos, ya dije: el que arde con el fuego de las cosas más pequeñas. Y la nevera está cerrada.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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