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Ya sabemos que un fantasma recorre el mundo, el del ‘populismo’.

Ya sabemos que un fantasma –otro más, otra vez– recorre el mundo, el fantasma del ‘populismo’. En Italia, en Estados Unidos, en Inglaterra, en Rumania, en Hungría, en Austria, en Francia, en Alemania, en Brasil: en muchas partes parecería como si una gran revuelta se estuviera consumando o se hubiera consumado ya: el asalto al poder de ideas y caudillos sin vergüenza; el triunfo de las mayorías en su peor versión.
Claro: en tiempos así, digamos que en tiempos de crisis, ciertos conceptos se vuelven un comodín y una salida fácil para explicarlo y nombrarlo todo, y por eso su omnipresencia los va vaciando de sentido y precisión, de significado. Conceptos devaluados por el uso; por el abuso, más bien. Eso pasa hoy, por ejemplo, con el ‘populismo’: como tantos fenómenos tan distintos pueden resumirse con él, entonces cualquier cosa lo es.
Incluso hay quienes le han dado la vuelta al populismo y no lo definen a partir de lo negativo sino como una virtud y un acierto: como un proyecto político legítimo, acaso el único que queda, dicen, en el que la irrupción popular es el camino para que ‘el pueblo’ pueda actuar en la historia, por fuera y en contra de instituciones y discursos obsoletos que lo someten y lo silencian y que adulteran su verdadera voluntad.
Esa es quizás otra discusión, no sé, siempre está uno desvariando a viva voz. Pero muchos de los grandes fenómenos políticos de hoy sí han sido explicados como el triunfo inequívoco del populismo: la llegada al poder, en los Estados Unidos, de Donald Trump; el descalabro monumental y aún en marcha del Reino Unido con el brexit; el triunfo de la derecha en media Europa, y lo que todavía falta...
Y dicen los que saben que una de las características determinantes de esta nueva primavera del populismo es el desprecio de las ‘élites’: el rechazo a los políticos, a los banqueros, a los periodistas como únicos depositarios de la verdad, a los ‘expertos’. Si ya hasta el papa Francisco, al que muchos consideran un populista a su manera, lo acaba de decir él también: “El pecado de la élite le gusta mucho a Satanás, nuestro enemigo…”.
Lo interesante es que esa idea de lo que son ‘las élites’ prescinde de un hecho elemental, y es que en la mayoría de los casos quienes están allí metidos y mencionados, en esa categoría, no son la élite sino su negación, su farsa. Esa es la definición por excelencia del elitismo, aunque sea también la más pobre: la élite entendida solo como una secta arrogante y privilegiada; la élite como una casta, un grupo social por encima de los demás.
Decía Gaetano Mosca que siempre será una minoría la que gobierne, y que por eso mismo hay que procurar que allí estén los mejores: los más capaces de verdad, los más inteligentes, los más honestos. Y eso nada tiene que ver con el dinero ni con el nombre sino con el talento y la virtud: la élite en su definición menos aceptada y por desgracia menos frecuente, la de quienes más saben, no quienes más tienen.
Es la misma contraposición que había en el mundo griego entre la aristocracia y la oligarquía: el gobierno de unos pocos, sí, pero excelentes e inobjetables en el primer caso, y corruptos, egoístas e incompetentes en el segundo. Eso es lo que ha mandado en el mundo desde hace años, no me atrevo a decir que siglos: una oligarquía y no una élite: una minoría indolente de gente que no merecía ni merece mandar.
Y lo increíble es que muchos de los voceros de la reacción social contra esa oligarquía que nos ha llevado camino del abismo, muchos de los agitadores contra esa élite que no lo es en absoluto pertenecen a ella, la encarnan, le deben todo.
Por eso, el remedio ha resultado peor que la enfermedad. Por eso, por qué más.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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