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La llama y el hielo

Como todo en este país en obra negra, la lluvia se nos vuelve en una calamidad y una tragedia.

Otra vez volvió a caer granizo en Bogotá: cómo es de elocuente el granizo; cómo se impone cuando va cayendo en ráfagas que lo hacen salpicar y partirse en el suelo y saltar de un lado para el otro hasta cubrirlo todo, como la nieve pero mucho mejor que la nieve, muchísimo mejor, por favor: el cielo que se abre de la nada y se desgrana, basta oírlo en la ventana, y la lluvia que no para de caer.
Hubo un tiempo en el que incluso le tuve terror a que no cayera más granizo, pues pasaban los años y parecía de verdad que ese era solo un recuerdo de mi infancia: el de un gran potrero tapizado todo de blanco, mientras yo veía desde arriba cómo caían las pepas, una por una, casi, y esperaba a que escampara para salir a jugar. No había granizada que no fuera memorable; no la hay.
Por eso me emociona tanto que aquí en Colombia hagamos lo que hacemos cuando llega el granizo: que levantemos muñecos de nieve (valga la contradicción); que salgamos a esquiar; que juguemos con él mientras dura, antes de derretirse y volverse lluvia otra vez: esas pepas grandes que brillan aun de noche y regresan al agua, como en el poema de Álvaro Mutis: “De la ortiga al granizo, del granizo al terciopelo...”.

Lo que siempre me ha intrigado, sin embargo, es la dureza con la que muchos salen a censurar la dicha y la emoción del granizo.

Claro: esta es una forma romántica y absurda de idealizar lo que puede llegar a ser el infierno, como todo en este país en obra negra, porque ya sabemos que la lluvia se nos vuelve en dos minutos una calamidad y una tragedia: las casas se caen, el agua se lo lleva todo por delante, las calles se inundan, los trancones no paran... Hay hasta una consulta popular del Partido Liberal, ya no más.
Lo que siempre me ha intrigado, sin embargo, es la dureza con la que muchos salen a censurar la dicha y la emoción del granizo. Sobre todo ahora que hay redes sociales y todo el mundo cree que debe decirlo todo, y lo dice, en una rueda de prensa permanente en la que no hay quien no se sienta obligado a dar declaraciones y a emitir comunicados todo el tiempo sobre todas las cosas. “Del granizo al terciopelo, del terciopelo al orinal...”.
Así se han ido imponiendo, y renovando, y reciclando viejas obsesiones y ocurrencias que siempre estuvieron allí pero que antes pertenecían al ámbito en sordina del corrillo, o la ducha, o la tertulia de salón, y que ahora se vuelven un dogma popular, una piedra en muchas manos. Como por ejemplo la de decir que celebrar el granizo es causa y reflejo del subdesarrollo, del atraso y la pobreza.
De verdad: hay gente que lo dice de verdad, a punto de plantear casi una teoría económica. Por lo general quienes lo dicen lo dicen para que quede muy claro que ellos sí conocen la nieve, como si ese fuera un mérito, un talento. La nieve vuelta el símbolo de la civilización, lo que nos aleja del trópico. La nieve: semejante lugar común; semejante cosa tan triste y predecible, basta verla una vez y ya la vimos para siempre.
En 'La llama y el hielo' cuenta Plinio Apuleyo Mendoza cómo conoció García Márquez la nieve una noche de invierno en París: salió corriendo el maestro, maravillado de ver volar, muy lentos, esos pedacitos del mundo que debían de parecerle al mismo tiempo de fuego y de hielo; como cenizas congeladas. ¿Esa tarde remota en que había de conocer el hielo? No: ya lo conocía por una granizada en Bogotá en 1948.
En fin: este es solo el paréntesis de una escena que siempre me ha fascinado, García Márquez corriendo entre la nieve, feliz e indocumentado, por una calle de París. Pero lo que sí es atraso son los complejos, ese sí es el subdesarrollo: creer cosas; fijarse todo el día y con horror e indignación en lo que hacen o no hacen los demás. La vergüenza ajena de lo propio, nada engendra más el subdesarrollo que eso.
Nada lo refleja más, mucho menos el granizo.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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