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Hay venganza

Nuestros ídolos son por lo general una suerte de instrumento colectivo de desquite y de revancha.

Hoy es miércoles 25 de abril y son las 9 y 38 de la mañana mientras empiezo a escribir esta columna. La verdad es que ya son las 10 y 40: empecé muy juicioso cuando dije, pero me distrajo, como todos los miércoles a la misma hora, el señor que se para en la esquina y grita sin parar: “¡Envueltos de mazorca!”. Es casi un ritual, aunque lo prefiero a él y no al que grita: “¡Compro libros, compro literatura, compro libros...!”.
Total que esta es la hora (ya son las 10 y 55, “huye irreparable el tiempo”, como canta Virgilio en su reguetón) y no sé todavía cómo vaya a quedar el partido de hoy entre el funesto Real Madrid y el Bayern de Múnich, que ojalá gane y si es posible golee y humille a esa especie de panteón burocrático y oficialista que es el equipo de Zidane, aunque lo dudo, pues el árbitro y la suerte ya se encargarán de lo contrario.
Me llama la atención, eso sí, que lo que Colombia pide hoy es venganza. Hoy y siempre, esa parece ser nuestra condición primordial y definitoria; pero hoy más que nunca. Porque queremos que el Bayern golee y humille al Real Madrid, pero sobre todo que James Rodríguez meta él los goles (al menos uno: el de la victoria) y que le enseñe a ese “calvo hijueputa” de Zidane cómo es que son las cosas. “Pa’ que afine, malparido”.
Eso es al menos lo que se percibe en las redes sociales y en los mentideros y corrillos: las ganas feroces de todo un país, somos legión, de vengar el honor y la dignidad de nuestro jugador estrella, al que el técnico francés, cuando lo tuvo en su equipo, se atrevió a despreciar y a marginar y lo puso en la banca y luego lo dejó ir como si nada, “gonorrea”, pero ahora sí se va a enterar de lo que somos capaces.

Eso es al menos lo que se percibe en las redes sociales y en los mentideros y corrillos: las ganas feroces de todo un país, somos legión, de vengar el honor y la dignidad de nuestro jugador estrella.

No sé de verdad –no tengo ni idea– si ese es un fenómeno que se da con frecuencia en otras partes, quizás sí. Pero acá la historia enseña que nuestros ídolos son por lo general, desde hace mucho, una suerte de instrumento colectivo de desquite y de revancha: una oportunidad inmejorable, encarnada casi siempre en un individuo, para pasar una cuenta de cobro por todo aquello que se supone que nos merecíamos y alguien nos quitó.
Es el complejo del despojo y la marginación que está en los orígenes mismos de nuestra historia y nuestra identidad: la creencia infundada y arrogante (y a veces también fundada, claro) de que el mundo es una conspiración para cerrarnos el paso, una intriga en nuestra contra. Como si el odio hacia Colombia fuera la fuerza que hace girar al mundo; como si el mundo supiera bien dónde queda ‘Columbia’, que es como nos dicen.
Por eso magnificamos hasta el ridículo, hasta la vergüenza y el enternecimiento, los triunfos de los ‘nuestros’ en el exterior: como si fueran los únicos que triunfan; como si con ellos pudiera el país entero –y hasta sí, porque eso hacemos– cogerse los genitales y salir corriendo a hacerles gestos obscenos y vulgares, de provocación, a todos aquellos que lo han aplastado y rechazado y estigmatizado y victimizado, “malparidos”. No siempre es solidaridad lo que nos lleva a alegrarnos por los triunfos de los colombianos cuando triunfan afuera. Porque si lo fuera, entre otras cosas, esa solidaridad sería aquí una regla y no una excepción cuando esos colombianos van apenas camino del triunfo, y lo que encuentran a su paso son más bien obstáculos y desdén y rechazo. Hasta que llega el bus de la victoria, todos a bordo, “siempre lo dije”.
Y que James meta hoy un gol o tres y que humille al Real Madrid, claro que sí, ojalá. De lo contrario oirá que muchos de sus compatriotas dicen que es un ‘pechofrío’ (tan argentinos), un perdedor, “siempre lo dije”.
Zidane, en cambio, dirá lo que siempre ha dicho: que es un gran jugador. “Calvo hijueputa”.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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