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Hablemos de plata

Tenemos la costumbre histórica de nunca hablar de plata para no perder el honor.

Una de las marcas de fuego de la herencia hispánica, uno de sus rasgos esenciales y definitorios es la vergüenza del dinero: el desprecio no solo de la riqueza sino incluso del tema mismo de la economía o la supervivencia, considerado siempre por los hidalgos como un tema vulgar por excelencia –y lo es, pero qué le vamos a hacer–, un tema que revelaba la ausencia del honor y la nobleza en quien viviera invocándolo.
La obsesión cristiana en la Edad Media española, y luego en el Siglo de Oro, que de alguna manera es su prolongación y su réplica, es la de la fama y la honra: vivir pensando, hasta el tormento y el ridículo y la farsa, qué es lo que los demás estarán pensando de uno; asegurarse no tanto de llevar una vida virtuosa como de que los otros así lo crean y lo acrediten con la idea suprema del honor, del reconocimiento público.
Eso en una cultura en la que la gloria personal estaba en las proezas de la guerra santa, la defensa de valores inmateriales y eternos, la exaltación de la pobreza como la virtud mayor –la pobreza como un bien– del buen cristiano, el cristiano viejo. Todo lo contrario a los judíos, primero, y luego a los protestantes: ricos, desvergonzados y laboriosos, horror, materialistas que solo piensan en eso, en sus monedas y en trabajar.
La literatura española, en los siglos XVI y XVII, está llena de personajes así: pobres de solemnidad con las medias rotas y el estómago vacío que sin embargo van por el mundo altivos y arrogantes, “usted no sabe quién soy yo”. Y de plata que no se hable jamás, por favor, que el dinero es el diablo, como decía Quevedo, aunque el cura Juan Bonifacio lo decía mejor: “No quieras riquezas porque Dios amó la pobreza”, o algo así.

Esa idea del mundo y de la riqueza nos quedó en Colombia como el legado más grande y evidente de España y la Colonia

Un gran amigo mío, Álvaro Pablo Ortiz, un maestro, siempre ha dicho que esa idea del mundo y de la riqueza nos quedó en Colombia como el legado más grande y evidente de España y la Colonia, esa forma vergonzante y sonrojada de hablar de la plata, por allá en un rincón, en secreto, esquivando cuanto se pueda el tema o dándolo por sentado sin mencionarlo jamás, con unos billetes arrugados entre el bolsillo, en la sombra.
Yo no sé a ustedes, pero una de las cosas más difíciles en la vida para mí es cobrar: decir cuánto vale lo que estoy haciendo o voy a hacer. Me muero de la pena; o me moría, más bien: la pendejada se me quitó hace cinco años cuando di una conferencia en una convención de un banco, justo antes de que entrara un mago a cerrarla. Un mago de verdad, gigante, al que le pagaron por adelantado, viajó en primera clase y llegó con la novia.
Desde ese día no pienso sino en ese mago y lo tengo en mi santoral y es uno de mis ídolos en la vida, cómo no. Porque también pasa, y eso hace parte de lo mismo, del mismo fenómeno del que hablaba arriba, que mucha gente cree que los trabajos ‘humanísticos’, por darles un nombre horrible, no valen nada: que son solo ‘por amor al arte’ y que quien los realiza ya tiene suficiente pago y suficiente premio con realizarlos.
Una vez me escribió un señor español (de dónde más, y era catalán, oh) a invitarme a escribir en una revista suya muy fina y lujosa, muy tiesa y muy maja y llena de patrocinios y subvenciones, llena de plata, para decirlo bien. Me dijo que no me podían pagar pero que qué más pago que el honor de estar en esa revista en la que habían escrito plumas tan importantes, grandes escritores, pobres de ellos.
Le dije que bueno y escribí un ensayo sobre la idea de la riqueza y la pobreza en la España del Quijote, aunque bien podría ser la de hoy. En realidad era una reseña histórica sobre la costumbre tan nuestra de no hablar jamás de plata para no perder el honor.
Me respondió que muchas gracias, nunca publicó el ensayo.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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