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El espíritu nacional

Las formas de dominación y cooptación ideológica de la escuela terminan siendo muchas y muy variadas

Quienes se educaron en España bajo el tétrico franquismo –sí: tétrico, basta leer lo que era aquello– aún recuerdan con horror y retorcijones en el estómago que había una materia en la secundaria que se llamaba, nada menos y nada más, ‘Formación del Espíritu Nacional’. En realidad era una catequesis solo para hombres de los valores fundamentales del Régimen, de las ideas y la historia del bando que ganó la Guerra Civil.
Muchos dirán que obvio, que dónde está lo raro y lo reprobable si para eso se ganan también las guerras: para imponer desde arriba lo que los vencedores quieren que se sepa y que se diga; lo que debe ser enseñado en las escuelas; lo que deben pensar quienes vivan bajo el mismo cielo, que es como una bota o un puño cerrado, de ese poder que todo lo observa y todo lo controla: el lenguaje, el pasado, la memoria.

A lo largo de la historia los sistemas educativos han sido el principal botín y el primer blanco de quienes luchan por el poder

Y es cierto, de alguna manera es cierto. No estoy diciendo que sea bueno, porque creo que es todo lo contrario, pero sí estoy diciendo que por lo general es así. Y no solo lo fue durante la dictadura franquista en España después del año 39, sino que en los regímenes autoritarios, y aun en muchos regímenes democráticos que sin siquiera saberlo se contaminan de la ‘tentación totalitaria’, suele pasar eso.
Werner Jaeger, que escribió ese libro bellísimo sobre la cultura griega y la pedagogía que se llama Paideia, un libro inmortal, lo escribió para demostrar que la educación sirve sobre todo para eso y en todos los niveles: para forjar una idea ejemplar de lo humano; para construir desde la escuela, cual-quiera que sea, un modelo en el que se reproduzcan e inculquen los valores esenciales de cada civilización.
Por eso, a lo largo de la historia los sistemas educativos han sido el principal botín y el primer blanco de quienes luchan por el poder y quieren decretar desde allí una visión del mundo que es solo la suya y la de sus seguidores. La propaganda en el sentido más siniestro de la palabra, ejercida por igual en la Alemania de Hitler y en la Rusia de Stalin. Y eso por no remontarnos en el tiempo, pues siempre fue y ha sido igual.
Y es también de alguna manera inevitable, ya digo, las formas de dominación y cooptación ideológica de la escuela terminan siendo muchas y muy variadas, casi omnipresentes. Hay unas que son más visibles, otras menos; hay unas grotescas, otras afrentosas, otras suaves y amables y entonces casi ni se ven, pero igual están allí. Ningún discurso es neutro jamás, y sería espantoso que hubiera uno que sí lo sea.
Pero las sociedades evolucionan, se supone, y van llegando a consensos y a conclusiones transitorias –eso es lo bueno de la historia, que nunca se acaba– sobre lo que va siendo mejor y más conveniente para todos. A ese proceso algunos le dan el nombre del progreso, otros el nombre más modesto de la vida. Da igual. Lo importante es que hay cosas como que ya más o menos se saben, ideas probadas con el ácido corrosivo del tiempo.
Y una de esas ideas, vinculada de manera muy profunda con lo que en Magangué llamamos la ‘Modernidad’, es que es mejor que la educación sea lo más libre que se pueda, lo más abierta, lo más generosa. Si no en los métodos, que es imposible, al menos sí en sus contenidos: en lo que allí se enseña y se discute, en lo que se debe aprender y abandonar. Porque al final lo que queda de todo eso es su recuerdo, su música, su llama.
Y arruinar o pervertir ese recuerdo en nombre del sectarismo no hace más que esconder pedazos del mundo y de la realidad: tender mantos sobre lo que merece haces de luz, destellos, claridad. Eso debería ser la escuela, la mano que prende una lámpara y no la apaga.
Lo otro es proselitismo y para eso ya existen los partidos y las tías.
catuloelperro@hotmail.com
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