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Dejar huella

Un amigo sociólogo tiene la teoría de que ese es un legado moral y cultural de Pablo Escobar. Creo que la cosa viene de mucho más lejos, y es nuestra herencia española.

Ayer regresé a Bogotá de un viaje largo en avión, insomne como llegamos todos los aerófobos del mundo luego de manejar por horas nuestras naves, y eso que yo soy un rehabilitado, pero uno nunca se cura del todo de ese mal. Siempre vuelven la turbulencia y la señal del cinturón de seguridad, la angustia de mirar cada cinco minutos por la ventana para confirmar que todo sigue en su lugar: las alas, las turbinas, las nubes.
El caso es que llegué vuelto nada, zurumbático y perdido, y mientras esperaba mi maleta me di cuenta (“así te darás de cuenta”, como en la canción) de que no tenía plata para el taxi a la salida, solo un billete de 10 euros. Entonces hice cálculos, sumas y restas, sobre todo lo segundo, y me pareció que lo más fácil era ir a la casa de cambios que está allí mismo en el aeropuerto, adentro, justo al frente de las bandas magnéticas.
Cogí mi maleta y me hice en la fila, adelante había un señor. Muy pronto supe que era un inglés y que quería cambiar 120 libras esterlinas, le dijeron cuánto le daban por eso. Él asintió, un poco sorprendido porque además le pedían el pasaporte, pero en fin: lo entregó y se puso a mirar para todos los lados, con esa sonrisa a la vez ingenua y satisfecha del recién llegado que solo espera cosas buenas de la vida.
Fue cuando el funcionario de la casa de cambios, muy serio, esto es Colombia, le pasó al pobre inglés dos objetos, dos adminículos que con los años se han ido volviendo el símbolo más profundo de nuestra alma nacional, de lo que somos y seremos. Me refiero, quién lo duda, a una almohadilla oscura y circular toda manchada de tinta y un pedazo cuadrado de papel.
El inglés, perplejo, cogió ambas cosas sin saber muy bien qué hacer con ellas. Entonces el funcionario, apelando con igual entusiasmo a la mímica y a la lengua de Shakespeare, le explicó que era para que pusiera su huella dactilar en un documento que le estaba entregando. “¿Y el papel?”, preguntó el inglés con su cuadradito en la mano; “es para limpiarse”, respondió el otro, mostrándole cómo.
Lo que vino luego es ese procedimiento que todos los locales conocemos de sobra, y que consiste en que después de que uno ha dejado la huella de rigor en donde sea –desde un banco hasta un motel, desde el hospital hasta la tumba–, no solo no se puede limpiar el dedo con el papelito que le dan para ello, sino que además se queda con él manchado e inútil, sin saber muy bien dónde botarlo. Ni el dedo ni el papel.
Un amigo sociólogo tiene la teoría de que ese, junto con las series de televisión, es el gran legado moral y cultural de Pablo Escobar en la historia de Colombia: la huella dactilar; esa mancha ilegible, negra y escamada de un dedo omnipresente que es nuestro país, y que ni siquiera se ve bien nunca, por eso siempre hay un funcionario muy competente que nos dice: “Apriete más que le quedó mal la huellita, otra vez...”.
En efecto, el capo tenía esa costumbre macabra, o esa también: poner su huella en los documentos que escribía, líricos y veintejulieros, para que no quedara duda de que eran suyos. Yo creo que la cosa viene de mucho más lejos, y es nuestra herencia española, tejida por tenaces burócratas de baranda que no movían un dedo sin mil sellos, que dejaban rastro de todo en el papel justo para que al final no quedara ninguno.
Eso nos llegó de España y acá lo hicimos canción: la fotocopia ampliada de la cédula, el papel carbón, la firma por triplicado: la creencia absurda de que esa es la seriedad y no al revés; pensar que así, llenándolo todo de requisitos delirantes, nunca va a pasar lo que siempre pasa.
Pero esto es Colombia, Pablo: una almohadilla bañada en tinta, un pedacito de papel. Una huella que siempre hay que volver a poner.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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