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De la brocha

Muchos espíritus ilustrados e ingenuos creen que todo el mundo debería de pensar y vivir como ellos.

En medio de tantos cataclismos morales y deportivos y electorales que por estos días, como siempre, llueven sobre la humanidad, una noticia casi insignificante me sorprendió hace poco. Circuló en los medios españoles y no era ni siquiera una noticia sino más bien una imagen: una foto; un retrato (un ‘retrete’, me sugiere mi corrector automático, y no se equivoca) de este mundo absurdo en el que estamos.
En ella hay una joven colgada de la viga de un edificio en Barcelona. Dice la explicación de la imagen: “Los Mossos d’Esquadra han rescatado sana y salva de la cornisa de un octavo piso de Barcelona a una adolescente de 14 años que quería colgarse de una viga de la fachada del edificio para que un amigo la fotografiara... Cuando quiso regresar a la azotea, a la menor le fallaron las fuerzas para encaramarse...”.
Y como “a la menor le fallaron las fuerzas para encaramarse”, entró en un ataque de pánico y tuvo que llegar la policía a rescatarla “sana y salva”, sobre todo lo segundo. Como pasa tantas veces hoy: la gente hace a capricho toda clase de idioteces –comprar ‘bitcoins’, ‘invertir’ en pirámides, colgarse de un edificio– y luego tiene que llegar la autoridad a sacarle las castañas del fuego.
Ese es quizás uno de los rasgos por excelencia de nuestra época: la altanería y el egoísmo del que hace siempre lo que se le da la gana, sobre todo cuando intuye alguna ganancia derivada de los riesgos a los que se somete, y luego su lloriqueo y su morronguería, su fingida indefensión, su calculado desamparo cuando pide a gritos, a veces incluso con indignación, que sea el Estado el que venga a pagar los platos rotos de su estupidez.
Pero en fin: para eso está el Estado, creen unos; para eso es. Mientras que el otro gran rasgo de nuestra época es acaso el que llevó a la joven en Barcelona a colgarse desde un octavo piso para tomarse esa foto fallida. Hablo de nuestro incurable narcisismo –el de todos, aquí estamos–: nuestra obsesión morbosa por documentar lo que hacemos a cada hora, cada minuto, cada segundo, para ponerlo luego en nuestras ‘redes sociales’.
Y ahora resulta que descubrimos ofendidos y aterrados que eso que hemos hecho allí durante años, verter nuestra naturaleza más profunda en ese infierno, les ha servido a los poderosos de siempre, y a otros nuevos y peores, para manipularnos aun más, para usarnos como ratones de laboratorio y arrastrarnos en masa, sin protestar, a una serie de abismos que ya parecen más los de la rueda eléctrica en un parque de diversiones.
La idea es que con los insumos que les damos –nuestra alma vendida al diablo, pero al fiado–, estos cafres pueden trazar a gran escala el mapa psicológico de quienes los frecuentamos y con eso son capaces de alimentar todas nuestras obsesiones y todos nuestros miedos, en especial los de tipo ideológico. Y lo que antes era un gran relato filosófico e intelectual, las ‘ideas políticas’, ahora es una delirante cadena de WhatsApp.
Hay en esta interpretación, sin embargo, una altísima dosis de hipocresía casi tan grave como la manipulación misma: la hipocresía de creer en el mito de un pueblo virtuoso, decente y racional, engañado por una camarilla perversa en la que unos pocos, que acarician a un gato, obligan a la gente a hacer lo que no quiere. Como si de verdad la gente necesitara que la engañen para pensar como piensa y ser como es.
Ese es también el problema, sin duda: que muchos espíritus ilustrados e ingenuos creen que todo el mundo debería de pensar y vivir como ellos, obvio, cómo no, y luego es preferible echarle la culpa a un algoritmo que aceptar el desengaño de la realidad.
La humanidad colgada de la brocha, abran Facebook, abran WhatsApp. ¿Ya llegó la policía?
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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