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De espaldas al espejo

La idea de democracia tuvo un brutal punto de quiebre con el nazismo y el fascismo en el siglo XX.

La democracia moderna, sea lo que sea, lo que quiera que llamemos así, es sobre todo un invento anglosajón: el proyecto de la burguesía, primero en Inglaterra (en el siglo XVII) y luego en los Estados Unidos (a finales del siglo XVIII, contra Inglaterra), para limitar o abolir el poder de la monarquía y para garantizar un sistema político en el que se respetaran las libertades y los derechos civiles, en especial el de propiedad.
Así nació la democracia, a lo que por supuesto habría que añadirle, en sus orígenes modernos, ya digo, la filosofía política francesa de la Ilustración: mucho de Montesquieu, sin duda, y sobre todo mucho, muchísimo de Rousseau con su idea de la ‘voluntad general’: la democracia como el gobierno no de todos sino “de los más”, la democracia como el gobierno de la mayoría. Eso sí, una mayoría de hombres blancos, ricos e ilustrados.
Pero la idea de la democracia como el gobierno de la mayoría tuvo un brutal punto de quiebre con el nazismo y el fascismo en el siglo XX, porque entonces fue obvio que la ‘voluntad general’ podía no solo equivocarse –como casi siempre, añadiría yo–, sino que además podía ser el verdadero camino hacia el abismo, hacia el infierno. El espíritu de turba de la humanidad llevado a su máxima expresión, el horror.
Por eso, desde entonces, los teóricos de la democracia se propusieron conjurar el peligro y la sombra de la ‘tiranía de las mayorías’, y para ello establecieron una serie de requisitos políticos y morales para definir lo que es democrático o no. Eso incluye la libertad de prensa o de culto, por ejemplo, pero incluye sobre todo la defensa de los derechos de las minorías: su aceptación, su protección, su reivindicación.
Yaakov Talmón, un grandísimo filósofo político hoy olvidado, judío, decía que había dos versiones contrapuestas de la democracia: la democracia liberal, por un lado, y la democracia totalitaria, por el otro. Y aunque no es del todo su tesis, uno podría decir que es también la contraposición y la batalla entre la democracia entendida como la defensa de las minorías, y la democracia entendida como el triunfo de las mayorías.
Que se supone que allí debería haber una síntesis y no un dilema, claro, lo ideal sería compaginar las dos cosas, no renunciar a una de ellas. Pero la pregunta sigue siendo válida: ¿Y cuando eso es imposible, cuando hay un enfrentamiento radical entre las dos versiones de lo democrático? Es, entre otras cosas, lo que está ocurriendo en el mundo de hoy. Ese es el tema de nuestro tiempo, como dijo Ortega y Gasset en el suyo.
Hay una ‘agenda progresista’ –por darle un nombre, aunque suena horrible– que recoge una gran cantidad de conquistas sociales y políticas, el triunfo de derechos que tienen que ver con la igualdad, con la libertad, con la diferencia, incluso con la complejidad asumida del mundo que somos, el lugar en el que estamos para bien y para mal. Es la democracia como defensa de las minorías, es también la democracia.
Y hay una opinión mayoritaria que suele ser conservadora, gústenos o no, y que de verdad no acepta ni entiende del todo muchas de esas conquistas sociales, o ni siquiera las considera tales, y que en los últimos años se ha servido de la vía electoral para expresar su descontento, o su perplejidad, o su rabia y sus prejuicios. Y solo despreciar ese fenómeno, por despreciable que sea en muchos casos, no es el mejor camino para entenderlo.
Porque es allí donde reverdecen otra vez la demagogia y el totalitarismo, los odios contenidos de la humanidad, que cuando se liberan, ya lo sabemos, no dejan piedra sobre piedra.
Dos versiones de la democracia, sí, mientras dure la democracia. Ese es el problema.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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