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Cuento ruso

Causas de una violenta refriega: una perversa costumbre más difundida de lo que se cree. 

Parece un cuento ruso –y lo es–, pero en verdad se trata de una noticia que hace un par de semanas fue ‘viral’, como se dice ahora, y salió en casi todos los medios y nos hizo felices y nos distrajo del mundo y sus miserias al menos por unos minutos, antes de caer otra vez en este “vértigo sin sosiego” del que hablaba Álvaro Mutis para referirse a la vida, al planeta Tierra, a este sainete que no para de girar sobre su propio eje.
Pero la noticia, como digo, parece un cuento del más grande cuentista ruso y acaso el más grande cuentista de todos los tiempos y lugares, Antón Chéjov. Ocurrió en la estación antártica de Bellingshausen, una base de investigaciones de la extinta Unión Soviética (no para todos extinta) ubicada en la isla del Rey Jorge, la cual mide 95 kilómetros de largo por 25 kilómetros de ancho, como dice Wikipedia, “y la superficie es hielo”.
Algo así creo que también dice Tomás Cipriano de Mosquera en alguna parte de ese rarísimo y delirante tratado de geografía colombiana que una vez escribió: “Las nieves perpetuas, donde casi siempre hay hielo y hace frío”. Pues esta estación rusa de investigaciones meteorológicas y de todo tipo ubicada en una isla de la Antártida es igual: ni el sol calienta nada en ella; la superficie es hielo, las nieves son perpetuas y hace frío.
Fue allí donde Sergey Savitsky, un investigador de 55 años, atacó con un cuchillo de cocina a su colega y compatriota Oleg Beloguzov, de 52 años. Y según un testigo presencial de los hechos que habló con el periódico ruso Pravda, lo hizo como poseído por una furia sobrenatural, gritando como loco y de repente, yendo primero al cuello y después al corazón en certeros golpes que dejaron por el piso a la víctima, tan confusa como maltrecha.
Gracias a los informes de prensa y a la investigación policial, hoy ya sabemos qué ocurrió, cuáles fueron las causas de la violenta refriega entre dos colegas que habían pasado “cuatro frígidos años trabajando juntos en la estación”, como dice el New York Post, aunque yo creo que esa, por sí sola, ya sería una justificación más que suficiente y legítima del episodio. Pero no, las cosas son mucho más profundas, como casi siempre.
Lo que exasperó a Sergey Savitsky y lo llevó a la locura fue la costumbre que tenía Oleg Beloguzov, según las fuentes ya citadas aquí, de contarle a la brava el final de los libros que su colega leía para paliar los efectos del frío y la soledad, libros que por supuesto atesoraba como si fueran una hoguera, porque eso eran allí. “¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?”. Bueno: Sergey Savitsky tenía los suyos, su tabla de salvación.
Pero su amigo, no sabe uno si por excesiva bondad o todo lo contrario, miraba por encima del hombro, veía el título y sin falta anunciaba el final. Una perversa costumbre más difundida de lo que se cree, vigente no solo para el caso de los libros sino también para las series, las telenovelas, los chismes y las películas: todo aquello que tiene inicio, nudo y desenlace, arruinado por quienes queriendo hacer un bien hacen un gran mal.
Así que como un héroe se levantó Sergey Savitsky a matar con un cuchillo de cocina a su enemigo, quien por suerte apenas quedó malherido, por suerte o por desgracia, todo depende del bando en el que esté cada quien. Una venganza ejecutada no solo a título personal sino de la humanidad entera, para purgar con ella todas las veces que algún malnacido, por no usar insultos, nos arruinó un gran final.
Ah, el alma rusa: ese misterio y ese abismo, como decía el mejor de sus pensadores, Nicolas Berdiaeff; “alma apocalíptica”, la llama él.
¿Qué pasó con Sergey Savitsky, buen hombre de Dios? Prefiero no contarles el final.
catuloelperro@hotmail.com
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