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Contraescape de memoria

Si algo tiene el libro de Enrique Santos es su valor como insumo para descifrar el país que tocó.

Nunca he sabido bien si cuando la gente dice que se leyó un libro “de una sola sentada” o “de un tirón” es elogio o es maldición, si eso es bueno o es pésimo. Pero lo cierto es que sí hay libros así, algunos: libros que uno em-pieza y no puede parar de leer; libros que arrastran consigo al lector, desde el principio hasta el fin, como si el tiempo se detuviera mientras llega la última página, libros que en la mano le dan la vuelta al sol.
Es el caso de El país que me tocó, las memorias de Enrique Santos Calderón que acaba de publicar la editorial Debate. Lo hojeé apenas el fin de semana y ayer, ya sin más distracciones, me lo leí de una sola sentada, de un tirón. Como si además de un libro tuviera delante de mí una convulsa película, la de los últimos setenta años de la historia de Colombia y del mundo. El tiempo que nos cupo en suerte y en desgracia, a todos.
Claro: en el caso de Enrique como un testigo privilegiado y muchas veces protagónico (al menos en lo que a Colombia se refiere) de esa historia. Su voz allí no solo como la voz de una generación sino también la de una clase social, la oligarquía bogotana, y la de una familia, los Santos, que fue sin duda la más poderosa que hubo aquí en el siglo XX. Una voz excepcional; una mirada que nadie más podía tener así.
Pero ese es un hecho que Santos no solo no oculta ni matiza en su libro sino que lo reconoce desde el principio y con orgullo: el de su visión de las cosas como un relato subjetivo, sesgado, pasional, a veces incluso injusto y frag-mentario; el de la certeza de su enorme privilegio, su lugar en el mundo. Para eso, sin embargo, se escriben las memorias, si no para qué. Lo que uno busca en ellas es justo lo que tienen de egoísmo y de capricho.
Decía el Cardenal de Retz que lo malo de escribir un libro de memorias —y el suyo es magistral— es que la gente suele hacerlo cuando ya no tiene la edad para recordar ni la pasión para inventar. Enrique Santos Calderón, en cambio, ha escrito casi una novela, o más bien su mejor crónica: la del gran periodista que siempre fue y que sigue siendo, la crónica de su vida salpi-cada de humor, lucidez, cinismo y rebeldía.
Ese, el de la rebeldía, es quizás el rasgo sobresaliente de Enrique Santos como persona, como periodista, como agudo intérprete de la realidad, del mundo, de la vida; y sus memorias reflejan eso y lo encarnan y lo narran y lo explican desde la primera línea sin falsos pudores, sin cálculos, sin con-descendencia, sin temas vedados: ni el de la droga y el trago, ni el del sexo, ni el de la política y el poder, ni el de la familia, ni el de El Tiempo.
Ni siquiera para hablar del gobierno de ‘Juanpa’ se contiene ‘Enriquito’, al revés, y es tan afilado en su análisis de esos ocho años como es vehemente en la defensa del proceso de paz. Y aunque muchos decían que era la eminencia gris del régimen, quizás Juan Manuel Santos se habría ahorrado no pocos tragos amargos si de verdad le hubiera hecho más caso a su hermano, si su influencia hubiera sido tan grande como de-cían sus críticos.
Pero en fin: todo eso es discutible, para eso es la historia. Y si algo tiene el libro de Enrique Santos es su valor como testimonio, como insumo para comprender mejor y descifrar el país que nos tocó. A él y a todos. Aquí están la guerra civil no declarada entre liberales y conservadores, las divisiones feroces de la izquierda, los años amargos del terror. Están mayo del 68 y Alternativa, Camilo Torres, Pablo Escobar, Gabriel García Márquez.
En una sociedad sin memoria como la nuestra —sin memoria y sin memo-rias— es fundamental el que se atreve a recordar, el que cuenta su historia. Como quien le pone un contraescape al tiempo.
Enrique, quién más.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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